Niños Beatos del siglo XX
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En este espacio vamos a hablar de la vida de Niños Beatos del Siglo XX, aprovechando el tema de la Familia constructora de la Paz
José Sánchez del Río Martir por Cristo Rey
Niños Mártires tlaxcaltecas
Francisco y Jacinta videntes de Fátima
Antonietta Meo, Nennonila de 7 años
José Sánchez del Río, Mártir a los 14 años
Nacimiento y ambiente familiar
Nació el 28 de marzo de 1913 en Sahuayo, Mich. Hijo legítimo del señor Macario Sánchez Sánchez y de la señora María del Río, quienes engendraron y educaron cristianamente a sus hijos: Macario, Miguel, José y María Luisa. Los Sánchez del Río eran reconocidos como una de las familias principales del lugar, muy católicos y de rancio abolengo.
Fue bautizado en la Parroquia de Santiago Apóstol, el 3 de abril de 1913, sus padrinos fueron José E. Ramírez y Angelina Ramírez.
Hacía varios años que los Sánchez habían llegado de España y se habían acriollado en Sahuayo y los del Río eran de los importantes de Jiquilpan. Macario, el padre, era recto y noble, de convicciones firmes, se había convertido en un próspero ganadero y poseía un rancho en la sierra al sur de Jiquilpan llamado “El Moral”. Doña Mariquita, como cariñosamente la llamaban todos, era de corazón bondadoso y gran generosidad, se dedicaba a las labores del hogar y a la educación de sus hijos, como la mayoría de las mujeres en esa época.
Infancia.
Recibió el sacramento de la confirmación con ocasión de una visita que hizo a la Parroquia de Santiago Apóstol en Sahuayo el Excmo. Sr. Dr. D. Ignacio Plasencia, obispo de Tehuantepec, durante los días 12, 13 y 14 de octubre de 1917. José tenía cuatro años y medio de edad y fue su padrino José del Río.
Vivió los primeros años de su vida de manera sencilla y tranquila, natural, como la de tantos niños de su edad, jugaba a las canicas, era un niño sano, de carácter agradable, inquieto y travieso, amable y muy sencillo, muy obediente y cariñoso con sus padres. Desde muy pequeño iba a la parroquia acompañado de su mamá y asistía al catecismo y a misa todos los domingos. Inició su instrucción primaria en Sahuayo, distinguiéndose por su bondad.
Debido a la inseguridad que en ese tiempo se suscitó por lo convulsionado del país, la familia Sánchez del Río cambió su lugar de residencia a Guadalajara, siendo José todavía niño y continuó sus estudios primarios en Guadalajara. Aproximadamente a la edad de nueve años hizo su primera comunión. Tenía una piedad natural, era muy grande su devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe y rezaba con gusto el santo rosario.
Adolescencia.
Al estallar la cristiada sus dos hermanos mayores, Macario y Miguel, se alistaron en las filas de defensa de la libertad religiosa, bajo el mando del Gral. Ignacio Sánchez Ramírez que comandaba las fuerzas cristeras de la región de Sahuayo. José no tenía todavía la edad suficiente para seguir el camino de sus hermanos mayores, pero con gran empeño estuvo solicitando que se le admitiera, a pesar de los consejos paternos que le hacían ver la poca utilidad que podían tener para la causa las acciones de un niño de poco más de trece años.
En Sahuayo el movimiento cristero tuvo buena acogida por todos los habitantes y los ricos, ocultamente, ayudaban con su aportaciones de dinero y armas aunque aparentaban ser gobiernistas. En todas las familias había alguno con las armas en las manos o era correo y repartidor de los escritos cristeros, el propósito era prestar toda la ayuda posible a la causa y lo hacían con alegría. Los sacerdotes ocultamente daban los auxilios espirituales a los fieles. Andaban escondidos de casa en casa con el peligro de ser fusilados, pero estuvieron siempre con la grey.
En Guadalajara y toda la región, el celo cristiano del Lic. Anacleto González Flores, activo miembro y líder de la A.C.J.M., jefe y guía de la Unión Popular, inflamaba a la juventud tapatía en fervor y deseos de entrega por defender la fe. Su cruel asesinato ocurrido el 1° de abril de 1927 fue motivo de gran duelo para todo el pueblo que a pesar de la represión y las amenazas se volcó a las calles para tributarle póstumo homenaje y para acompañarlo hasta su última morada.
Este hecho doloroso afianzó a José en su anhelo de dar su vida por defender la fe que le habían inculcado sus padres y durante una peregrinación que hizo a la tumba de Anacleto, pidió por su intercesión la gracia del martirio. A partir de ese momento su resolución fue firme y con más insistencia se propuso solicitar su admisión en las filas cristeras.
Al verlo tan resuelto, su madre se oponía a sus intentos porque lo veía todavía muy pequeño, pero José le respondió con gran sencillez: “Mamá, nunca como ahora es tan fácil ganarnos el cielo”. De nada valieron las razones que le daban para que desistiera de su empeño y siguió escribiendo para solicitar su admisión a algunos jefes cristeros. Nada logró hacer mella en él, al contrario, parecía que cada dificultad que le presentaban le daba más tenacidad para insistir en su deseo. Hasta que venció al amor paterno y le dieron la bendición.
Cristero.
Ante la negativa del Gral. cristero de la región de Sahuayo, en el verano de 1927, con ayuda de sus tías María y Magdalena, hermanas de su padre, emprendió el camino a Cotija para entrevistarse con el Gral. cristero Prudencio Mendoza y hacerle su petición de viva voz. Providencialmente Dios le concedió un amigo que buscaba el mismo ideal, J. Trinidad Flores Espinosa, y en medio de mil peripecias juntos hicieron el viaje, logrando pasar los tres retenes antes de llegar al cuartel general, aunque en cada uno los vigilantes trataron de disuadirlos de sus propósitos diciéndoles que era mejor que se devolvieran porque para el movimiento no servirían por su juventud, que iban a ser un estorbo y que no aguantarían las vicisitudes.
El Gral. Mendoza los escuchó y les dijo que su edad no era todavía suficiente para optar por ese tipo de vida que era muy duro. Entonces José contestó que si no tenía fuerzas suficientes para cargar el fusil, ayudaría a los soldados quitándoles las espuelas, engrasando las armas, preparando la comida, pues sabía cocer y freír los frijoles, y también ayudaría a cuidar los caballos. Viendo la firmeza de su resolución y la sinceridad en su ofrecimiento, el Gral. Mendoza los admitió y los puso a las órdenes del jefe cristero Rubén Guízar Morfín que estaba al frente de las fuerzas que operaban por el rumbo de Cotija.
A partir de ese momento la ocupación de José fue servir y lo hizo siempre con una actitud de caridad y disponibilidad admirable que muy pronto se ganó la simpatía y la estima de todos. A pesar de su corta edad eran notables su fervor religioso y su intrepidez, por lo que una vez cumplidas las condiciones establecidas, aceptaron que se quedara al servicio de la causa.
En vista de que las autoridades civiles y militares perseguían y hacían daño a los familiares de los cristeros, José quiso que a partir de su unión a las tropas lo llamaran José Luis para proteger a su familia que era conocida y de dinero. Por eso todos sus compañeros cristeros lo conocieron como José Luis.
Ya en el ejército experimentaron las inclemencias de la vida militar, pero perseveraron en su ideal y al poco tiempo J. Trinidad Flores Espinosa fue aceptado como miembro de la tropa de línea y como un signo de confianza el Gral. Guízar Morfín nombró a José su clarín para que estuviera a su lado transmitiendo sus órdenes a la gente y como abanderado de la tropa.
En un enfrentamiento que tuvieron las tropas cristeras con las federales del Gral. Tranquilino Mendoza, el 6 de febrero de 1928 al sur de la población de Cotija, casi lograron tomar prisionero al jefe cristero Guízar Morfín porque le mataron el caballo, pero José bajándose rápidamente del suyo en un acto heroico se lo ofreció diciéndole: “Mi general, tome usted mi caballo y sálvese, usted es más necesario y hace más falta a la causa que yo”. El Gral. Guízar Morfín pudo escapar, pero las tropas federales en esa escaramuza hicieron prisioneros a José Sánchez del Río y a un indito llamado Lorenzo. Los llevaron maniatados hasta Cotija en medio de golpes e injurias, “Vamos a ver que tan hombrecito eres”. José no dejó escapar ni un quejido y rezaba para fortalecer su espíritu y poder sobreponerse a las humillaciones y tormentos. En Cotija, el Gral. Guerrero perseguidor de los cristeros lo reprendió duramente por combatir contra el Gobierno y ordenó que se formara el cuadro de fusilamiento, pero antes le preguntó que si quería alistarse entre sus soldados, a lo que contestó José inmediatamente: “¡Primero muerto! Yo soy su enemigo, ¡fusíleme!”. El General lo mandó encerrar en la cárcel de Cotija. Ya en el calabozo, oscuro y maloliente, a José se le vino a la mente el recuerdo de su madre y pensando que podría estar preocupada por él, pidió papel y tinta para escribirle. Luego, de alguna manera logró hacerla llegar a su destino:«Cotija, lunes 6 de febrero de 1928. Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate este día. Creo en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios, yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes, diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo del más chico y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por la última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba. José Sánchez del Río».
Al día siguiente martes 7 de febrero, los dos prisioneros fueron trasladados de Cotija a Sahuayo y puestos a disposición del diputado federal Rafael Picazo Sánchez, a quien comunicaron la sentencia que sobre ellos pesaba de pasarlos por las armas. Se les asignó como cárcel la Parroquia de Santiago Apóstol.
Al ver a José, Picazo le presentó varias oportunidades para huir, en primer lugar le ofreció dinero para que se fuera al extranjero y vivir allá, luego le propuso mandarlo al Colegio Militar para seguir la carrera en toda forma. José sin titubear rechazó todas las ofertas presentadas por tu padrino.
Ante la circunstancias de la corta edad de José y de que su padre era un hombre de dinero, las autoridades políticas y militares consideraron la posibilidad de liberarlo a cambio de una fuerte cantidad de dinero. El diputado Picazo se inclinaba por dicho arreglo, dado que José era su ahijado y además tenía relaciones de amistad con la familia Sánchez del Río.
Los Picazo y los Sánchez del Río eran vecinos y se frecuentaban mucho, por eso especialmente el diputado Picazo no podía tolerar el hecho de que los tres hijos de sus compadres se hubieran levantado en armas en contra del supremo Gobierno que él representaba en la región.
“Dicen los que conocieron al diputado Rafael Picazo, que era un hombre muy valiente, pero soberbio y vengativo y no perdonaba que los hijos de don Macario se hubieran levantado en armas en contra del supremo Gobierno que él representaba en la región, por lo que había decidido que su ahijado muriera, pagaran o no el dinero de rescate. También se asegura que Rafael Picazo era un hombre contradictorio, pues por una parte ayudaba a combatir a los cristeros con todo su empeño y por la otra, costeaba el sostenimiento de un convento de religiosas. Dos hermanas suyas, Anita y Adela, de virtudes reconocidas y de vida ejemplar, fueron religiosas de la Congregación de Adoratrices Perpetuas y las dos llegaron a ser superioras de dicha comunidad”.
Así pues, se comunicó a don Macario la noticia de la detención de su hijo José y que le perdonarían la vida a cambio de entregar la cantidad de cinco mil pesos-oro. El afligido padre de inmediato viajó a Guadalajara con la intención de hacer todo lo que fuera posible por salvar la vida de su hijo y buscar la manera de reunir esa cantidad, echando mano de todos sus bienes si fuera necesario, porque no era fácil en ese tiempo juntar una suma semejante. Los familiares de José le avisaron que iban a pagar el rescate por su libertad, pero José les pidió por Dios no lo hicieran, que no se pagara por él ni un solo centavo porque él ya había ofrecido su vida a Dios.
Esa primera noche de prisión en la parroquia, José contempló con gran pena y honda tristeza el estado lamentable en que se encontraba la parroquia en poder del Gobierno. Ahí se verificaba todo tipo de desórdenes y libertinajes de la soldadesca, además servía de albergue al caballo del diputado Picazo y el presbiterio era el corral de sus finos gallos de pelea que los tenía amarrados al manifestador.
Ya entrada la noche, José logró desatarse las ligaduras de los brazos y se dedicó a matar los gallos de su padrino, además con un golpe certero cegó al caballo. Al terminar la faena se recostó en un rincón del templo y se durmió.
Al día siguiente, miércoles 8 de febrero, al enterarse Picazo de la matanza de sus gallos se presentó iracundo en el templo y enfrentándose a José le preguntó si sabía lo que había hecho, a lo que José respondió con aplomo: “La casa de Dios es para venir a orar, no para refugio de animales”. Picazo con rabia lo amenazó y José le respondió: “Estoy dispuesto a todo. ¡Fusílame para que yo esté luego delante de Nuestro Señor y pedirle que te confunda!”. Ante esta respuesta uno de los ayudantes de Picazo le dio un fuerte golpe a José en la boca que le tumbó los dientes.
Su muerte y la de Lázaro, su compañero de prisión, eran seguras. Cuando su tía María les envió el almuerzo, Lázaro no quería comer, pero José lo animó diciéndole: “Vamos comiendo bien, nos van a dar tiempo para todo y luego nos fusilarán. No te hagas para atrás, duran nuestras penas mientras cerramos los ojos”.
Ese mismo día a las 5:30 de la tarde sacaron a los dos prisioneros de la parroquia y los llevaron a la plaza principal al lado poniente donde colgaron a Lázaro de un cedro que estuvieron utilizando para las ejecuciones. José fue obligado a estar junto al árbol y presenciar la muerte de su amigo. Entonces se dirigió a los verdugos y con gesto enfático les dijo: “¡Vamos, ya mátenme!”. Luego, cuando creyeron muerto a Lázaro, bajaron el cuerpo y lo arrastraron al cementerio, ahí el encargado del panteón Luis Gómez les dijo que podían irse que él se encargaría del entierro, porque se había dado cuenta que todavía estaba vivo y quería salvarlo. Al caer la noche sacó del panteón a Lázaro con gran sigilo y le dijo que escapara a toda prisa. Así lo hizo logrando huir, pero unos días después volvió a unirse a las tropas cristeras.
En cuanto a José, sólo quisieron asustarlo y lo volvieron a encerrar en la parroquia. Lo tuvieron preso en el baptisterio y por la pequeña ventana que da a la calle se asomaba de vez en cuando para ver pasar a la gente. Algunas personas lo reconocían y a veces platicaban con él. Ellos aseguran que José estaba tranquilo y pasaba el tiempo rezando el rosario y cantando alabanzas a Dios.
El viernes 10 de febrero, cerca de las seis de la tarde, sacaron a José de la parroquia y lo trasladaron al Mesón del Refugio, situado por la calle Santiago frente a la parroquia, lo habían convertido en cuartel, ahí le anunciaron la cercanía de su muerte. De inmediato José pidió papel y tinta para escribir a su tía María agradeciéndole su apoyo y ayuda incondicional en la realización de su ideal y pidiéndole que le dijera a su tía Magdalena que le llevara esa misma noche la comunión como viático: “Sahuayo, 10 de febrero de 1928. Sra. María Sánchez de Olmedo. Muy querida tía: Estoy sentenciado a muerte. A las 8 y media se llegará el momento que tanto, que tanto he deseado. Te doy las gracias de todos los favores que me hiciste, tú y Magdalena. No me encuentro capaz de escribir a mi mamacita, si me haces el favor de escribirle a mi mamá y a María S. Dile a Magdalena que conseguí con el teniente que permitiera verla por último. Yo creo que no se me negará a venir. Salúdame a todos y tú recibe, como siempre y por último, el corazón de tu sobrino que mucho te quiere y verte desea. ¡Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera! ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! José Sánchez del Río que murió en defensa de su fe. No dejen de venir. Adiós”.
Y por fin llegó la hora del martirio. Cerca de las once de la noche le desollaron los pies con un cuchillo, lo sacaron del mesón y lo obligaron caminar a golpes por la calle de Constitución que en ese tiempo quedaba derecho al cementerio municipal. Los verdugos querían hacerlo apostatar a fuerza de crueldad inhumana, pero no lo lograron. Sus labios sólo se abrieron para gritar vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe. Los vecinos escuchaban con infinita pena los gritos llenos de valor y fervor cristiano que José lanzaba en medio de la noche: “¡Viva Cristo Rey!”.
Ya en el panteón viendo su fe y fortaleza que nos se amilanaba ante el tormento, el jefe de la escolta que presidía la ejecución ordenó a los soldados que apuñalaran el delgado cuerpo del adolescente para evitar que se escucharan los disparos en el pueblo. A cada puñalada José gritaba con más fuerza: “¡Viva Cristo Rey!”.
Luego el jefe de la escolta dirigiéndose a la víctima le preguntó por crueldad si quería enviarle algún mensaje a su padre. A lo que José respondió indoblegable: “¡Que nos veremos en el cielo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”. En ese mismo momento para acallar aquellos gritos que lo enfurecían, él mismo sacó su pistola y le disparó en la cabeza. José cayó bañado en sangre, ahogando así el último grito de su jaculatoria ritual para la muerte. Eran las once y media de la noche del viernes 10 de febrero de 1928. Su cuerpo quedó sepultado sin ataúd y sin mortaja, recibió directamente las paleadas de tierra.
Tiempo después sus restos mortales fueron exhumados y trasladados a la cripta de los mártires del templo del Sagrado Corazón y en 1996 nuevamente fueron trasladados a la Parroquia de Santiago Apóstol, donde actualmente se encuentran entrando por la puerta principal al lado izquierdo a un costado de baptisterio, donde estuvo preso los días precedentes a su martirio.
Niños Mártires Tlaxcaltecas
Beatos mártires de Tlaxcala
Destrucción de ídolos y templos
Justificación racional de esas destrucciones
Justificación teológica de las destrucciones
La sustitución de los ídolos
Accidente en Tlaxcala
Beato Cristóbal (+1527)
Beatos Juan y Antonio (+1529)
Destrucción de ídolos y templos
Este grave tema fue estudiado por el jesuíta Constantino Bayle en Los clérigos y la extirpación de la idolatría entre los neófitos americanos, y por el franciscano Pedro Borges en La extirpación de la idolatría en Indias como método misional (siglo XVI). Aquí lo consideraremos nosotros en la primera evangelización de México.
En efecto, a poco de la conquista (1519 -1523), según nos cuenta el P. Motolinía, «en todos los templos de los ídolos, si no era en algunos derribados y quemados en México, en los de la tierra, y aún en los del mismo México, eran servidos y honrados los demonios. Ocupados los españoles en edificar a México y en hacer casas y moradas para sí, contentábanse con que no hubiese delante de ellos sacrificio de homicidio público, que escondidos y a la redonda de México no faltaban; y de esta manera se estaba la idolatría en paz» (I,3, 64).
Los españoles civiles, por otra parte, tenían «temor -cuenta Mendieta- de que los indios se alborotasen y levantasen contra ellos. Y como eran pocos y el Gobernador ausente [Cortés en la expedición a las Hibueras], los matasen a todos que este temor por muchos años duró entre los españoles seglares, mas no entre los frailes» (III,21).
Así las cosas, los frailes veían que la evangelización no podía ir adelante en tanto que los ídolos e idolillos siguieran ejerciendo su maléfico influjo, y mientras los teocalis, aunque ya limpios de las siniestras alfombras de sangre humana que en otro tiempo ostentaban, continuaran erguidos en toda su grandiosidad. Y cuenta Motolinía que el 1 de enero de 1525, en Tetzcoco, tres frailes «espantaron y ahuyentaron todos los que estaban en las casas y salas de los demonios», y la batalla en seguida prendió en México, Cuauhtitlán y al rededores.
«Y luego, casi a la par, en Tlaxcallan comenzaron a derribar y a destruir ídolos», poniendo en su lugar la Cruz y una imagen de Santa María. Más aún, los frailes, con los indios cristianos, «para hacer las iglesias comenzaron a echar mano de sus teocalis para sacar de ellos piedra y madera, y de esta manera quedaron desollados y derribados; y los ídolos de piedra, de los cuales había infinitos, no sólo escaparon quebrados y hechos pedazos, pero vinieron a servir de cimiento para las iglesias» (III,3, 64).
Indios y españoles humillaron así a los dioses de aquellos inmensos mataderos de hombres, donde habían visto matar, descuartizar y desollar a muchos de sus parientes y amigos.
Justificación racional de esas destrucciones
Mendieta, hacia 1600, oponía a aquel primer temor de los españoles seglares el valor no temerario, sino prudente, de los frailes: «Lo uno, porque no temían recibir la muerte por amor de Dios; y lo otro, porque conociendo [mejor que los civiles] la calidad y condición de los indios, que si veían temor o pusilanimidad en los que trataban, cobrarían ánimo para atreverse; y por el contrario, si conocían brío y fortaleza en sus contrarios y opuestos, luego se amilanarían y acobardarían, como en realidad de verdad en este mismo caso se halló por experiencia» (III,21).
Hace un siglo, sobre esta misma cuestión, el gran historiador mexicano Joaquín García Icazbalceta señalaba igualmente algunos aspectos prácticos que con frecuencia son olvidados. Los templos mexicanos, aquellas enormes pirámides truncadas, llenas de oscuros pasillos, cámaras y salas, tenían que ser destruídos: «eran al mismo tiempo fortalezas, y no convenía que subsistiesen en una tierra mal sujeta por un puñado de hombres. Los aztecas mismos habían dado el ejemplo: la señal de su triunfo era siempre el incendio del teocali principal del pueblo entrado por armas: así denotan invariablemente sus victorias en la escritura jeroglífica. Por otra parte, la forma peculiar de aquellos edificios impedía que fueran aplicados a otros usos... Los teocalis eran realmente un estorbo. La gran pirámide [de Tenochtitlán] y sus setenta y ocho edificios circundantes ocupaban un inmenso espacio de terreno en lo mejor de la capital, y era evidente que no podía permanecer allí» (Ricard 107).
La destrucción de los templos, o al menos el recubrimiento completo de los mismos con nuevos emblemas y signos jeroglíficos -y por tanto la eliminación de la obra precedente-, era la norma indígena del mundo americano, cuando una nación sujetaba a otra. Y es también hoy norma vigente, en nuestro siglo. Las fuerzas aliadas, después de la II Guerra Mundial, por ejemplo, destruyeron tras su victoria todos los grandes símbolos del poder nazi, y con ellos los campos de concentración y los hornos crematorios; y a ninguno se le ocurrió conservar aquello por tolerancia y respeto hacia los nazis vencidos supervivientes. Igualmente, al caer el comunismo, las estatuas de Marx y de Lenín, así como otros monumentos simbólicos del poder soviético, son derribados sin piedad, al mismo tiempo que se prohibe el partido comunista y se confiscan sus locales; y apenas nadie protesta de todo esto, ni dentro ni fuera del antiguo imperio soviético de la hoz y el martillo. Pues bien, del mismo modo los españoles del XVI, ayudados por los propios indios que habían sido víctimas del poder vencido, destruyeron ídolos y templos, y con especial saña deshicieron los teocalis, aquellos horribles mataderos de hombres.
Añadiremos al tema algunas reflexiones, igualmente racionales, tomadas del americanista español Guillermo Céspedes del Castillo: «Si los españoles [en cuanto lingüistas, etnógrafos, historiadores de las antigüedades indígenas, etc.] resultaron ser los salvadores del pasado y de la cultura aborígenes, fueron en cambio, y en buena medida, los destructores de monumentos y de otras huellas materiales del mundo indígena; es algo que los arqueólogos actuales no les han perdonado. El mundo está lleno de aldeas prehistóricas enterradas bajo ciudades medievales, de foros romanos convertidos en canteras para construcciones posteriores, de templos cristianos edificados sobre templos paganos, de iglesias cristianas reconvertidas en mezquitas, y así sucesivamente; pese a todo ello, la destrucción de Tenochtitlán o la edificación de un convento sobre el arrasado templo del Sol, en Cuzco, parecen hoy culpas especialmente imperdonables. Cierto que los españoles destruyeron monumentos aborígenes, con igual entusiasmo con que hoy son demolidos barrios antiguos para construir rascacielos, que a su vez no tardan en ser dinamitados para que los sustituyan otros más altos. Asimismo destruyeron infinidad de objetos arqueológicos por considerarlos ídolos demoníacos... En conjunto, y dada la muy superior expresividad de la palabra escrita con respecto a los artefactos humanos, los españoles fueron responsables de conservar memorias del pasado aborigen infinitamente más que de destruirlas» (Textos XXV-XXVI).
Justificación teológica de las destrucciones
La destrucción de los ídolos, en todo caso, desde el punto de vista estrictamente racional, puede considerarse como una cuestión etnográfica, arqueológica y de política concreta que se presentó en aquellas circunstancias históricas. Así, por ejemplo, Cortés, en lugar de considerar conveniente para el dominio hispano la destrucción de los templos, al conocer cuando regresó de las Hibueras los derribos ya hechos, «mostró tener gran enojo, porque quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria» (+J.L. Martínez 398). A su juicio hubiera convenido conservar aquellos templos espantosos, como hoy, por ejemplo, se conservan en Auswichtz el campo de concentración y sus hornos crematorios.
Pero los frailes miraban ante todo por el bien espiritual de los indios, y a esa luz, la de la fe, veían que la destrucción de los ídolos era necesaria. A ellos, a los frailes, más que a ningún otro grupo humano, deben la arqueología, la etnografía y la lingüística informaciones preciosas sobre la cultura de aquellos pueblos. Pero, en cualquier caso, el valor de la fe debía ser afirmado por encima de cualesquiera otros.
Los misioneros del XVI, en definitiva, mantenían ante las encarnaciones simbólicas de los poderes del Maligno una actitud semejante al de los primeros Apóstoles. Cuenta, por ejemplo, San Lucas que en Efeso, ante la predicación de San Pablo y los prodigios que realizaba, «todos quedaban espantados y se proclamaba la grandeza del Señor Jesús. Muchos de los que ya creían iban a confesar públicamente sus malas prácticas, y buen número de los que habían practicado la magia hicieron un montón con los libros y los quemaron a la vista de todos. Calculado el precio, resultó ser cincuenta mil monedas de plata» (Hch 19,17-19).
Una similar actitud, llena de energía apostólica, fue la de un San Martín de Tours, que en las Galias, a fines del siglo IV, iba por pueblos y campos desafiando las divinidades druídas, y abatiendo, con riesgo de su vida, templos, ídolos y árboles sagrados; o la de San Wilibrordo, que hizo lo mismo entre los frisones... Y ésta fue la actitud de los misioneros del XVI, que no tenían en su actividad misional otra referencia que la de los Apóstoles primeros o la de las limitadas y admirables expediciones misioneras de la Edad Media.
En este sentido, cuando Robert Ricard examinaba la destrucción de ídolos y templos en México, decía con razón: «Hay que esforzarse en ver la cuestión como la veía un misionero [entonces]: para su criterio la fundación de la Iglesia de Cristo, la salvación de las almas, aunque fuera una sola, de valor infinito, representa mucho más que la conservación de unos cuantos manuscritos paganos o unas cuantas esculturas idolátricas. No cabe reprobarles su conducta: era lógica y ajustada a la conciencia... Ni el arte ni la ciencia tienen derechos si son un estorbo para la salvación de las almas o para la fundación de la Iglesia» (105).
En la América del XVI, concretamente, si los ídolos y templos hubieran sido respetados, los indígenas ciertamente habrían entendido que los españoles creían en sus dioses y les temían, siquiera sea un poco, puesto que siendo vencedores, no se atrevían sin embargo a destruir sus signos, como para ellos hubiera sido lo normal. Pues bien, si esto justificaba esas destrucciones desde el punto de vista cívico, aún más en cuanto a las ventajas espirituales.
Por eso escribe Mendieta: «Cuanto a lo espiritual (que principalmente deseaban los frailes), bien se experimentó el provecho que resultó de destruir los templos e ídolos. Porque viendo los infieles que lo principal de ellos estaba por tierra, desmayaron en la prosecución de su idolatría, y de allí adelante se abrió la puerta para ir asolando lo que de ella quedaba... Antes fue tanta la cobardía y temor que de este hecho cobraron, que no era menester más de que el fraile enviase alguno de los niños con sus cuentas o con otra señal, para que hallándolos en alguna idolatría o hechicería o borrachera se dejasen atar de ellos» (III,21).
La sustitución de los ídolos
Los misioneros del XVI, concretamente los de México, a la práctica de la destrucción unieron muchas veces la de la sustitución, dando significado nuevo y formas renovadas a lugares y fiestas, procesiones y danzas religiosas de la antigüedad indígena. En el valle de Cholula, junto a Puebla de los Angeles, por ejemplo, se construyeron iglesias en todos los lugares que antes tenía adoratorios indios. En 1537, cuando los agustinos se establecieron en Ocuila, al sureste de Toluca, en el estado de México, hallaron que en Chalma había un ídolo famoso que recibía culto en una cueva. Sin tardar mucho, en 1540, los frailes quitaron el ídolo, no se sabe exactamente cómo, y allí pusieron un crucifijo, el que desde entonces es veneradísimo como Santo Señor de Chalma (Ricard 302).
Sólo más tarde, en circunstancias ya muy diversas, se iría desarrollando en la Iglesia, y también en América, una misionología de continuidad, en cuanto ésta sea posible, entre las religiosidades paganas concretas y la novedad suprema del Evangelio.
Accidente en Tlaxcala
Ya hemos referido cómo en 1520, antes de la conquista de México, los cuatro señores de Tlaxcala -siendo uno de ellos, Xicohtencatl-, apadrinados por Hernán Cortés, recibieron el bautismo. También sabemos que, llegados en 1524 los franciscanos a México, en seguida Fray Martín de Valencia, que permaneció en la capital con cuatro frailes, envió a los otros doce, de cuatro en cuatro, a fundar casas en Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo. Y conocemos también que el padre Motolinía estuvo de guardián en la ciudad de Tlaxcala de 1536 a 1539, cuando ya «hay en ella [además del convento franciscano] un buen hospital y más de cincuenta iglesias pequeñas y medianas, todas bien aderezadas» (III,16, 435). Pues bien, de ese tiempo procede esta historia, bien significativa, que refiere Motolinía:
«Como en el primer año que los frailes menores poblaron en la ciudad de Tlaxcallan recogiesen los hijos de los señores y personas principales para los enseñar en la doctrina de nuestra santa fe, los que servían en los templos del demonio no cesaban en el servicio de los ídolos, y inducir al pueblo para que no dejasen sus dioses, que eran más verdaderos que no los que los frailes predicaban, y que así lo sustentarían». Con estas predicaciones andaba por el tianguez o mercado uno de los sacerdotes, con aspecto feroz y fascinante, revestido de Ometochtli, dios del vino, uno de los dioses principales. En esto vino una turba de chicos, alumnos de la escuela de los frailes, que venía del río, y se pusieron a discutir con él ante la gente: «No es dios sino diablo, que os miente y engaña». De la discusión pasaron a la acción; comenzaron a perseguirle, y el ministro del ídolo acabó por escaparse corriendo, apedreado por los chicos. Estos decían: «Matemos al diablo que nos quería matar. Ahora verán los maceualtin (que es la gente común) cómo éste no era dios sino mentiroso, y Dios y Santa María son buenos». Y lo mataron a pedradas. Los niños quedaron muy ufanos, pensando habar matado a un diablo, y todos los que creían y servían a los ídolos, y también los ministros paganos, que acudieron luego muy bravos, todos quedaron espantados y sobrecogidos. Los frailes mandaron azotar al chico más culpable. Y «por sólo este caso comenzaron muchos Indios a conocer los engaños y mentiras del demonio, y a dejar su falsa opinión, y venirse a reconciliar y confederar con Dios y a oír su palabra» (III,14, 414; +Mendieta III,24).
Los indios neocristianos eran muchas veces los más apasionados para destruir aquellos ídolos y templos bajo cuyo engaño opresivo habían servido al Diablo; pero casos como el referido, de persecución sangrienta de los ministros indígenas, fueron muy infrecuentes. Mucho más frecuente fue el martirio de los misioneros cristianos. Todas las órdenes misioneras de América adornan su historia con una numerosa corona de mártires. Véase, por ejemplo, el libro V de fray Gerónimo de Mendieta, que trata de los Frailes menores que han sido muertos por la predicación del Santo Evangelio en esta Nueva España. Menos frecuentes fueron los casos de martirio en los indios neoconversos, pero aún así se dieron casos realmente conmovedores, como el que narra el padre Motolinía: el martirio de los tres niños tlaxcaltecas (III,14, 412-421; +Mendieta III,25-27).
Beato Cristóbal (+1527)
Uno de los nobles más importantes de Tlaxcala, después de los cuatro señores principales, era Acxotécatl, que «tenía sesenta mujeres, y de las más principales de ellas tenía cuatro hijos». Tres de ellos fueron enviados a la escuela de los franciscanos, pero el padre retuvo escondido al mayor, al que era su preferido, hijo de Tlapaxilotzin (mazorca colorada). Pero pronto se supo esto, y también el mayor fue a la escuela, teniendo doce o trece años de edad. «Pasados algunos días y ya algo enseñado, pidió el bautismo y fuele dado, y puesto por nombre Cristóbal. Este niño, demás de ser de los más principales y de su persona muy bonito y bien acondicionado y hábil, mostró principios de ser buen cristiano, porque de lo que él oía y aprendía enseñaba a los vasallos de su padre; y al mismo padre decía que dejase los ídolos y los pecados en que estaba, en especial el de la embriaguez, porque todo era muy gran pecado, y que se tornase y conociese a Dios del cielo y a Jesucristo su Hijo, que El le perdonaría, y que esto era verdad porque así lo enseñaban los padres que sirven a Dios. El padre era un indio de los encarnizados en guerras, y envejecido en maldades y pecados, según después pareció, y sus manos llenas de homicidios y muertes. Los dichos del hijo no le pudieron ablandar el corazón ya endurecido, y como el niño Cristóbal viese en casa de su padre las tinajas llenas del vino con que se embeodaban él y sus vasallos, y viese los ídolos, todos los quebraba y destruía, de lo cual los criados y vasallos se quejaron al padre». También Xochipapalotzin (flor de mariposa), mujer principal de Acxotécatl, «le indignaba mucho y inducía para que matase a aquel hijo Cristóbal, porque aquél muerto, heredase otro suyo que se dice Bernardino; y así fue, que ahora este Bernardino posee el señorío de su padre».
Finalmente, el padre decidió matar a Cristóbal. El mayor de los tres, de nombre «Luis, del cual yo fui informado, vio [escondido en la azotea] cómo pasó todo el caso. Vio cómo el cruel padre tomó por los cabellos a aquel hijo Cristóbal y le echó en el suelo dándole muy crueles coces, de las cuales fue maravilla no morir (porque el padre era un valentazo de hombre, y es así, porque yo que esto escribo le conocí), y como así no le pudiese matar, tomó un palo grueso de encina y diole con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle y molerle los brazos y piernas, y las manos con que se defendía la cabeza, tanto que casi de todo el cuerpo corría sangre».
«A todo esto el niño llamaba continuamente a Dios, diciendo en su lengua: "Señor Dios mío, habed merced de mí, y si Tú quieres que yo muera, muera yo; y si Tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre"». Supo lo que sucedía Tlapaxilotzin, la madre de Cristóbal, desolada y pidiendo a gritos clemencia para su niño. Pero «aquel mal hombre tomó a su propia mujer por los cabellos y acoceóla hasta se cansar, y llamó a quien se la quitase de allí». En seguida, viendo que el niño seguía vivo, «aunque muy mal llagado y atormentado, mandóle echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de leña de cortezas de encina secas, que es leña que dura mucho y hace muy recia brasa. En aquel fuego le echó y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente, y el muchacho siempre llamando a Dios y a Santa María». Lo apuñaló después
Y allí quedó por la noche, medio muerto, «llamando siempre a Dios y a Santa María. Por la mañana dijo el muchacho que llamasen a su padre, el cual vino, y el niño le dijo: "Padre, no pienses que estoy enojado, porque yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío". Y dicho esto demandó de beber y diéronle un vaso de cacao, que es en esta tierra casi como en España el vino, no que embeoda, sino sustancia, y en bebiéndolo luego murió».
El padre hizo enterrar secretamente al niño, mandó matar a Tlapaxilotzin, la madre, y dio orden severa de callar a todos los de la casa. Pero poco después se conocieron los dos asesinatos, y la justicia de los españoles, con mucho temor a provocar un levantamiento, le llevó a la horca. El P. Motolinía hizo la crónica del martirio habiendo pasado «doce años que aconteció hasta ahora que esto escribo en el mes de marzo del año treinta y nueve». Es decir, sucedió en 1527, habiéndose terminado en 1521 la conquista de México. El papa Juan Pablo II beatificó al niño Cristóbal el 6 de mayo de 1990.
Beatos Juan y Antonio (+1529)
«Dos años después de la muerte del niño Cristóbal, vino aquí a Tlaxcallan un fraile dominico llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban encaminados a la provincia de Huaxyacac. A la sazón era aquí en Tlaxcalan guardián nuestro de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados para que les ayudasen en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los muchachos si había alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofreciéronse dos muy bonitos y hijos de personas muy principales. Al uno llamaban Antonio -éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan-, al otro llamaban Diego».
Conociendo fray Martín la peligrosidad de aquella misión, les puso muy sobre aviso para que lo pensaran bien. «A esto, ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu Santo, respondieron: "Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con los padres, y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios"».
Recibieron la bendición de fray Martín, y se fueron los muchachos con los dos dominicos, «y allegaron a Tepeyacac, que es casi diez leguas de Tlaxcallan. Aquel tiempo en Tepeyacac no había monasterio como le hay ahora, y iban [los misioneros] muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios los ídolos y se los trajesen». Ellos conocían la lengua, y normalmente, por ser niños, podían realizar tal empeño sin que peligrasen sus vidas.
«En esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los [ídolos] que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca. Al uno llamaban Coatlichan, y al otro le llaman el pueblo de Orduña, porque está encomendado a un Francisco de Orduña».
«De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, y iba con él el otro su paje llamado Juan. Ya en esto algunos señores y principales se habían concertado de matar a estos niños, según después pareció. La causa era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña, a buscar en el otro que se dice Coatlichan, si había algunos. Y entrando en una casa, no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro su criadillo. Y estando allí vinieron dos indios principales, con unos leños de encina, y en llegando, sin decir palabra, descargan sobre el muchacho llamado Juan, que había quedado a la puerta, y al ruido salió luego el otro Antonio, y como vio la crueldad que aquellos sayones ejecutaban en su criado, no huyó, antes con grande ánimo les dijo: "¿Por qué me matáis a mi compañero que no tiene él la culpa, sino yo, que soy el que os quito los ídolos porque sé que son diablos y no dioses? Y si por ellos lo habéis, tomadlos allá, y dejad a ése que no os tiene culpa". Y diciendo esto, echó en el suelo unos ídolos que en la falda traía. Y acabadas de decir estas palabras ya los dos indios tenían muerto al niño Juan, y luego descargan en el otro Antonio, de manera que también allí le mataron».
Ocultaron los cuerpos en una barranca, cerca del pueblo de Orduña. Pero pronto se organizó una búsqueda minuciosa y hallaron los restos. El escándalo fue grande, entre otras cosas porque «aquel Antonio era nieto del mayor señor de Tlaxcallan, que se llamó Xicotencatl, que fue el principal señor que recibió a los españoles cuando entraron en esta tierra, y los favoreció y sustentó con su propia hacienda. Antonio había de heredar al abuelo, y así ahora en su lugar lo posee otro su hermano menor que se llamado don Luis Moscoso». Hallados los cuerpos, los matadores fueron presos, confesaron su crimen y fueron ahorcados. Estaban arrepentidos de lo hecho, y «rogaron que los bautizasen antes que los matasen».
«Cuando fray Martín de Valencia supo la muerte de los niños, que como a hijos había criado, y que habían ido con su licencia, sintió mucho dolor, y llorábalos como a hijos, aunque por otra parte se consolaba en ver que había ya en esta tierra quien muriese confesando a Dios».
También Juan y Antonio fueron declarados beatos por Juan Pablo II el 6 de mayo de 1990.
En 1527, a seis años de la conquista, había ya en México indios cristianos dispuestos a morir por confesar a Cristo.
Es por eso que el trabajo evangelizador que desarrollaron los ahora Beatos Tres Niños Mártires de Tlaxcala, a pesar de su corta edad, pero llenos de amor y de Fe por llevar la Nueva Buena encontraron la muerte al defender su causa.
Así que siempre recordemos que todos (sin excepción alguna) estamos llamados para trabajar en la viña del Señor.
Oración
Santísima Trinidad, adoro profundamente tu bondad y majestad infinitas, por las fortalezas que diste a los niños Cristóbal, Antonio y Juan, quienes al Principio de la evangelización de México, a pesar de sus pocos años, llenos de amor por extender tu reino y sin miedo a los sufrimientos, con su palabra y con su martirio, nos dejaron ejemplo de una fe firme y sincera. Por la predilección que tuviste a estos niños, concede la gracia especial que, por su intercesión te pido............. Y su pronta canonización, si es para mayor gloria tuya. (Padrenuestro, Avemaría y Gloria).
Por algún favor recibido por intercesión de los Beatos Niños Mártires Tlaxcaltecas, favor de comunicarlo a las oficinas del Obispado de Tlaxcala. Tels. 01 (246) 4620739, 01 (246) 4627571. Tlaxcala, Tlax. México.
Beatos Francisco y Jacinta, Videntes de Fátima
BEATOS
FRANCISCO Y JACINTA
Videntes de Fátima
(La tercera vidente fue Lucia Dos Santos, quien murió el 13 de febrero del 2005)
Vea también:
• Fátima
• Espiritualidad y beatificación de Francisco y Jacinta
• Homilía en la Beatificación
• Novena y letanía a los beatos F. y J.
En Aljustrel, pequeño pueblo situado a unos ochocientos metros de Fátima, Portugal, nacieron los pastorcitos que vieron a la Virgen María: Francisco y Jacinta, hijos de Manuel Pedro Marto y de Olimpia de Jesús Marto. También nació allí la mayor de los videntes, Lucía, de la que hablaremos mas tarde.
* Francisco nació el día 11 de junio, de 1908.
* Jacinta nació el día 11 de marzo, de 1910.
Desde muy temprana edad, Jacinta y Francisco aprendieron a cuidarse de las malas relaciones, y por tanto preferían la compañía de Lucía, prima de ellos, quien les hablaba de Jesucristo. Los tres pasaban el día juntos, cuidando de las ovejas, rezando y jugando.
Entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, a Jacinta, Francisco y Lucía, les fue concedido el privilegio de ver a la Virgen María en el Cova de Iría. A partir de está experiencia sobrenatural, los tres se vieron cada vez más inflamados por el amor de Dios y de las almas, que llegaron a tener una sola aspiración: rezar y sufrir de acuerdo con la petición de la Virgen María. Si fue extraordinaria la medida de la benevolencia divina para con ellos, extraordinario fue también la manera como ellos quisieron corresponder a la gracia divina.
Los niños no se limitaron únicamente a ser mensajeros del anuncio de la penitencia y de la oración, sino que dedicaron todas sus fuerzas para ser de sus vidas un anuncio, mas con sus obras que con sus palabras. Durante las apariciones, soportaron con espíritu inalterable y con admirable fortaleza las calumnias, las malas interpretaciones, las injurias, las persecuciones y hasta algunos días de prisión. Durante aquel momento tan angustioso en que fue amenazado de muerte por las autoridades de gobierno si no declaraban falsas las apariciones, Francisco se mantuvo firme por no traicionar a la Virgen, infundiendo este valor a su prima y a su hermana. Cuantas veces les amenazaban con la muerte ellos respondían: "Si nos matan no importa; vamos al cielo." Por su parte, cuando a Jacinta se la llevaban supuestamente para matarla, con espíritu de mártir, les indicó a sus compañeros, "No se preocupen, no les diré nada; prefiero morir antes que eso."
3 pastorcitos
LOS NIÑOS VIDENTES DE FÁTIMA
Francisco, Lucía y Jacinta
Beato Francisco (6-11-1908 / 4-4-1919)
Francisco era de carácter dócil y condescendiente. Le gustaba pasar el tiempo ayudando al necesitado. Todos lo reconocían como un muchacho sincero, justo, obediente y diligente.
Las palabras del Ángel en su tercera aparición: "Consolad a vuestro Dios", hicieron profunda impresión en el alma del pequeño pastorcito.
El deseaba consolar a Nuestro Señor y a la Virgen, que le había parecido estaban tan tristes.
En su enfermedad, Francisco confió a su prima: "¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que El este así. Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo."
En la víspera de su muerte se confesó y comulgó con los mas santos sentimientos. Después de 5 meses de casi continuo sufrimiento, el 4 de abril de 1919, primer viernes, a las 10:00 a.m., murió santamente el consolador de Jesús.
Beata Jacinta: (3-10-1910/ 2-20-1920)
Jacinta era de clara inteligencia; ligera y alegre. Siempre estaba corriendo, saltando o bailando. Vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno, cuya pavorosa visión tanto le impresionó.
Una vez exclamó: ¡Qué pena tengo de los pecadores! !Si yo pudiera mostrarles el infierno!
Murió santamente el 20 de febrero, de 1920. Su cuerpo reposa junto con el del Beato Francisco, en el crucero de la Basílica, en Fátima.
Jacinta y Francisco siguieron su vida normal después de las apariciones. Lucia empezó a ir a la escuela tal como la Virgen se lo había pedido, y Jacinta y Francisco iban también para acompañarla. Cuando llegaban al colegio, pasaban primero por la Iglesia para saludar al Señor. Mas cuando era tiempo de empezar las clases, Francisco, conociendo que no habría de vivir mucho en la tierra, le decía a Lucia, "Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús Escondido. ¿Qué provecho me hará aprender a leer si pronto estaré en el Cielo?" Dicho esto, Francisco se iba tan cerca como era posible del Tabernáculo.
Cuando Lucia y Jacinta regresaban por la tarde, encontraban a Francisco en el mismo lugar, en profunda oración y adoración.
De los tres niños, Francisco era el contemplativo y fue tal vez el que más se distinguió en su amor reparador a Jesús en la Eucaristía. Después de la comunión recibida de manos del Ángel, decía: "Yo sentía que Dios estaba en mi pero no sabia como era." En su vida se resalta la verdadera y apropiada devoción católica a los ángeles, a los santos y a María Santísima. Él quedó asombrado por la belleza y la bondad del ángel y de la Madre de Dios, pero él no se quedó ahí. Ello lo llevó a encontrarse con Jesús. Francisco quería ante todo consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de la humanidad. Durante las apariciones, era esto lo que impresionó al joven.
Mas que nada Francisco quería ofrecer su vida para aliviar al Señor quien el había visto tan triste, tan ofendido. Incluso, sus ansias de ir al cielo fueron motivadas únicamente por el deseo de poder mejor consolar a Dios. Con firme propósito de hacer aquello que agradase a Dios, evitaba cualquier especie de pecado y con siete años de edad, comenzó a aproximarse, frecuentemente al Sacramento de la Penitencia.
Una vez Lucia le preguntó, "Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o convertir a los pecadores?" Y el respondió: "Yo prefiero consolar al Señor. ¿No viste que triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no deben ofender mas al Señor, que está ya tan ofendido? A mi me gustaría consolar al Señor y después, convertir a los pecadores para que ellos no ofendan mas al Señor." Y siguió, "Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora."
A través de la gracia que había recibido y con la ayuda de la Virgen, Jacinta, tan ferviente en su amor a Dios y su deseo de las almas, fue consumida por una sed insaciable de salvar a las pobres almas en peligro del infierno. La gloria de Dios, la salvación de las almas, la importancia del Papa y de los sacerdotes, la necesidad y el amor por los sacramentos - todo esto era de primer orden en su vida. Ella vivió el mensaje de Fátima para la salvación de las almas alrededor del mundo, demostrando un gran espíritu misionero.
Jacinta tenía una devoción muy profunda que la llevo a esta r muy cerca del Corazón Inmaculado de María. Este amor la dirigía siempre y de una manera profunda al Sagrado Corazón de Jesús. Jacinta asistía a la Santa Misa diariamente y tenía un gran deseo de recibir a Jesús en la Santa Comunión en reparación por los pobres pecadores. Nada le atraía mas que el pasar tiempo en la Presencia Real de Jesús Eucarístico. Decía con frecuencia, "Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús."
Con un celo inmenso, Jacinta se separaba de las cosas del mundo para dar toda su atención a las cosas del cielo. Buscaba el silencio y la soledad para darse a la contemplación. "Cuánto amo a nuestro Señor," decía Jacinta a Lucia, "a veces siento que tengo fuego en el corazón pero que no me quema."
Desde la primera aparición, los niños buscaban como multiplicar sus mortificaciones
No se cansaban de buscar nuevas maneras de ofrecer sacrificios por los pecadores. Un día, poco después de la cuarta aparición, mientras que caminaban, Jacinta encontró una cuerda y propuso el ceñir la cuerda a la cintura como sacrificio. Estando de acuerdo, cortaron la cuerda en tres pedazos y se la ataron a la cintura sobre la carne. Lucia cuenta después que este fue un sacrificio que los hacia sufrir terriblemente, tanto así que Jacinta apenas podía contener las lágrimas. Pero si se le hablaba de quitársela, respondía enseguida que de ninguna manera pues esto servía para la conversión de muchos pecadores. Al principio llevaban la cuerda de día y de noche pero en una aparición, la Virgen les dijo: "Nuestro Señor está muy contento de vuestros sacrificios pero no quiere que durmáis con la cuerda. Llevarla solamente durante el día." Ellos obedecieron y con mayor fervor perseveraron en esta dura penitencia, pues sabían que agradaban a Dios y a la Virgen. Francisco y Jacinta llevaron la cuerda hasta en la ultima enfermedad, durante la cual aparecía manchada en sangre.
Jacinta sentía además una gran necesidad de ofrecer sacrificios por el Santo Padre. A ella se le había concedido el ver en una visión los sufrimientos tan duros del Sumo Pontífice. Ella cuenta: "Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas." En otra ocasión, mientras que en la cueva del monte rezaban la oración del Ángel, Jacinta se levantó precipitadamente y llamó a su prima: "¡Mira! ¿No ves muchos caminos, senderos y campos llenos de gente que llora de hambre y no tienen nada para comer... Y al Santo Padre, en una iglesia al lado del Corazón de María, rezando?" Desde estos acontecimientos, los niños llevaban en sus corazones al Santo Padre, y rezaban constantemente por el. Incluso, tomaron la costumbre de ofrecer tres Ave Marías por él después de cada rosario que rezaban.
La Virgen María no dejaba de escuchar los ferviente súplicas de estos niños, respondiéndoles a menudo de manera visiblemente. Tanto Francisco como Jacinta fueron testigos de hechos extraordinarios:
En un pueblo vecino, a una familia le había caído la desgracia del arresto de un hijo por una denuncia que le llevaría a la cárcel si no demostrase su inocencia. Sus padres, afligidísimos, mandaron a Teresa, la hermana mayor de Lucia, para que le suplicara a los niños que les obtuvieran de la Virgen la liberación de su hijo. Lucía, al ir a la escuela, contó a sus primos lo sucedido. Dijo Francisco, "Vosotras vais a la escuela y yo me quedaré aquí con Jesús para pedirle esta gracia." En la tarde Francisco le dice a Lucia, "Puedes decirle a Teresa que haga saber que dentro de pocos días el muchacho estará en casa." En efecto, el 13 del mes siguiente, el joven se encontraba de nuevo en casa.
En otra ocasión, había una familia cuyo hijo había desaparecido como prodigo sin que nadie tuviera noticia de él. Su madre le rogó a Jacinta que lo recomendará a la Virgen. Algunos días después, el joven regresó a casa, pidió perdón a sus padres y les contó su trágica aventura. Después de haber gastado cuanto había robado, había sido arrestado y metido en la cárcel. Logró evadirse y huyó a unos bosques desconocidos, y, poco después, se halló completamente perdido. No sabiendo a qué punto dirigirse, llorando se arrodilló y rezó. Vio entonces a Jacinta que le tomó de una mano y le condujo hasta un camino, donde le dejo, indicándole que lo siguiese. De esta forma, el joven pudo llegar hasta su casa. Cuando después interrogaron a Jacinta si realmente había ido a encontrase con el joven, repuso que no pero que si había rogado mucho a la Virgen por él.
Ciertamente que los prodigiosos acontecimientos de los que estos niños fueron protagonistas hicieron que todo el mundo se volvieran hacia ellos, pero ellos se mantenían sencillos y humildes. Cuanto mas buscados eran por la gente, tanto mas procuraban ocultarse.
Un día que se dirigían tranquilamente hacia la carretera, vieron que se paraba un gran auto delante de ellos con un grupo de señoras y señores, elegantemente vestidos. "Mira, vendrán a visitarnos..." empezó Francisco. "¿Nos vamos?" pregunta Jacinta. "Imposible sin que lo noten," responde Lucía: "Sigamos andando y veréis cómo no nos conocen." Pero los visitantes los paran: "¿Sois de Aljustrel?" "Si, señores" responde Lucia. "¿Conocéis a los tres pastores a los cuales se les ha aparecido la Virgen?" "Si los conocemos" "¿Sabrías decirnos dónde viven?" "Tomen ustedes este camino y allí abajo tuerzan hacia la izquierda" les contesta Lucía, describiéndoles sus casas. Los visitantes marcharon, dándoles las gracias y ellos contentos, corrieron a esconderse.
Ciertamente, Francisco y Jacinta fueron muy dóciles a los preceptos del Señor y a las palabras de la Santísima Virgen María. Progresaron constantemente en el camino de la santidad y, en breve tiempo, alcanzaron una gran y sólida perfección cristiana. Al saber por la Virgen María que sus vidas iban a ser breves, pasaban los días en ardiente expectativa de entrar en el cielo. Y de hecho, su espera no se prolongó.
El 23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta cayeron gravemente enfermos por la terrible epidemia de bronco-neumonía. Pero a pesar de que se encontraban enfermos, no disminuyeron en nada el fervor en hacer sacrificios.
Hacia el final de febrero de 1919, Francisco desmejoró visiblemente y del lecho en que se vio postrado no volvió a levantarse. Sufrió con íntima alegría su enfermedad y sus grandísimos dolores, en sacrificio a Dios. Como Lucía le preguntaba si sufría. Respondía: "Bastante, pero no me importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor y en breve iré al cielo."
El día 2 de abril, su estado era tal que se creyó conveniente llamar al párroco. No había hecho todavía la Primera Comunión y temía no poder recibir al Señor antes de morir. Habiéndose confesado en la tarde, quiso guardar ayuno hasta recibir la comunión. El siguiente día, recibió la comunión con gran lucidez de espíritu y piedad, y apenas hubo salido el sacerdote cuando preguntó a su madre si no podía recibir al Señor nuevamente. Después de esto, pidió perdón a todos por cualquier disgusto que les hubiese ocasionado. A Lucia y Jacinta les añadió: "Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba." Al día siguiente, el 4 de abril, con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido, expiró dulcemente. No tenía aún once años.
Jacinta sufrió mucho por la muerte de su hermano. Poco después de esto, como resultado de la bronconeumonía, se le declaró una pleuresía purulenta, acompañada por otras complicaciones. Un día le declara a Lucia: "La Virgen ha venido a verme y me preguntó si quería seguir convirtiendo pecadores. Respondí que si y Ella añadió que iré pronto a un hospital y que sufriré mucho, pero que lo padezca todo por la conversión de los pecadores, en reparación de las ofensas cometidas contra Su Corazón y por amor de Jesús. Dijo que mamá me acompañará, pero que luego me quedaré sola." Y así fue.
Por orden del médico fue llevada al hospital de Vila Nova donde fue sometida a un tratamiento por dos meses. Al regresar a su casa, volvió como había partido pero con una gran llaga en el pecho que necesitaba ser medicada diariamente. Mas, por falta de higiene, le sobrevino a la llaga una infección progresiva que le resultó a Jacinta un tormento. Era un martirio continuo, que sufría siempre sin quejarse. Intentaba ocultar todos estos sufrimientos a los ojos de su madre para no hacerla padecer mas. Y aun le consolaba diciéndole que estaba muy bien.
Durante su enfermedad confió a su prima: "Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María"
En enero de 1920, un doctor especialista le insiste a la mamá de Jacinta a que la llevasen al Hospital de Lisboa, para atenderla. Esta partida fue desgarradora para Jacinta, sobre todo el tener que separarse de Lucía.
Al despedirse de Lucía le hace estas recomendaciones: 'Ya falta poco para irme al cielo. Tu quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al I.C. de María. Cuando vayas a decirlo, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del I.C. de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el I.C. de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios la confió a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de toda la gente la luz que tengo aquí dentro en el pecho, que me está abrazando y me hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María."
Su mamá pudo acompañarla al hospital, pero después de varios días tuvo ella que regresar a casa y Jacinta se quedó sola. Fue admitida en el hospital y el 10 de febrero tuvo lugar la operación. Le quitaron dos costillas del lado izquierdo, donde quedó una llaga ancha como una mano. Los dolores eran espantosos, sobre todo en el momento de la cura. Pero la paciencia de Jacinta fue la de un mártir. Sus únicas palabras eran para llamar a la Virgen y para ofrecer sus dolores por la conversión de los pecadores.
Tres días antes de morir le dice a la enfermera, "La Santísima Virgen se me ha aparecido asegurándome que pronto vendría a buscarme, y desde aquel momento me ha quitado los dolores. El 20 de febrero de 1920, hacia las seis de la tarde ella declaró que se encontraba mal y pidió los últimos Sacramentos. Esa noche hizo su ultima confesión y rogó que le llevaran pronto el Viático porque moriría muy pronto. El sacerdote no vio la urgencia y prometió llevársela al día siguiente. Pero poco después, murió. Tenía diez años.
Antes de morir, Nuestra Señora se dignó aparecérsele varias veces. He aquí lo que ha dictado a su madrina.
Sobre los pecados:
-Los pecados que llevan mas almas al infierno son los de la carne.
-Si los hombres supiesen lo que es la eternidad harían todo por cambiar de vida. Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte, ni hacen penitencia.
Sobre las guerras:
-Las guerras son consecuencia del pecado del mundo.
-Es preciso hacer penitencia para que se detengan las guerras.
Sobre las virtudes cristianas:
-No debemos andar rodeados de lujos
-Ser amigos del silencio
-No hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
-Tener mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al cielo
-La mortificación y el sacrificio agradan mucho al Señor.
Tanto Jacinta como Francisco fueron trasladados al Santuario de Fátima. Los milagros que fueron parte de sus vidas, también lo fueron de su muerte. Cuando abrieron el sepulcro de Francisco, encontraron que el rosario que le habían colocado sobre su pecho, estaba enredado entre los dedos de su manos. Y a Jacinta, cuando 15 años después de su muerte, la iban a trasladar hacia el Santuario, encontraron que su cuerpo estaba incorrupto.
El 18 de abril de 1989, el Santo Padre, Juan Pablo II, declaró a Francisco y Jacinta Venerables.
El 13 de Mayo del 2000, el Santo Padre JPII los declaró beatos en su visita a Fátima, siendo los primeros niños no mártires en ser beatificados. El lema de la beatificación:
"Contemplar como Francisco y amar como Jacinta"
Lema de la beatificación
tomada de la obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
Antonietta Meo, Nennolina Beata
odemos decir que la existencia de Nennolina Meo puede contenerse en dos grandes palabras que marcan el inicio de la Constitución Pastoral del Consejo Vaticano II: "Gaudium et Spes - Júbilo y Esperanza". El Señor que dona la santidad a los hombres, quizo exprimir claramente, en la vida de la pequeña Nennolina, éste mensaje para nosotros, que vivimos en un siglo rico de recursos materiales pero pobre de júbilo y esperanza.
La lampada e il giglio
+ AGOSTINO SUPERBO, Arzobispo de Potenza
Narrar la historia de una niña que vivió solo hasta la edad de 6 años y medio parece fácil y sobretodo breve. Luego se descubre que la existencia de algunas personas no se mide solo por los años que vivió sino por la importancia y la densidad de los eventos que la caracterizaron.
Nennolina pertenece a esta “categoría’ de personas extraordinarias.
Las huellas que nos ha dejado son profundas y evidentes, así como lo son los signos que las representan en las pàginas de sus cartas.
A estas cartas Jesús ha respondido y continúa respondiendo hoy, manteniendo vivo el recuerdo de Nennolina, de su mensaje de amor que exprime acogimiento y devociòn, un mensaje absoluto, extremo y total.
Esta “correspondencia’ refleja el tono de un diálogo místico, alrededor del cuál la Gracia de Dios construye la imagen de un testigo de nuestro tiempo. Por esto Nennolina es un modelo de santidad, un ejemplo para todos, una pequeña amiga que espera una respuesta de fe en cada uno de nosotros.
Es hermoso ver el mundo con “los ojos simples’ de una niña y comprometernos para mejorarlo con nuestra presencia empezando desde este momento.
En este percurso expositivo, Nennolina nos habla de ella y se deja conocer, a través de su familia, de sus fotos, de sus objetos más cercanos, que se vuelven un símbolo de la testimonianza de quién la conoció.
A nosotros nos pide solamente de escuchar atentamente.
El nacimiento
Antonietta: una niña normal
«"Ya que el nombre de Antonietta nos parecía demasiado largo, pensamos en llamarla con un diminutivo; y despues de varios tentativos decidimos por Nenne; y de aquí cariñosamente se transformó en “Nennolina’» (María Meo, Recuerdos de la mamá de Nennolina, AVE, Roma 2002, p.19).
Nennolina nace en Roma el 15 de dicieímbre de 1930, cuarta hija de María y Michele Meo, Margherita es la hermana más grande. Una hermana y un hermano, Carmela y Giovanni, murieron prematuramente. El 28 de diciembre, Fiesta de los Santos Inocentes, recibe el bautizo en la Basílica de la Santa Cruz en Jerusalén, su Parroquia
Su historia es profundamente marcada por la Cruz de Cristo y constelada de hechos extraordinarios, muy singulares ya que Antonietta es una niña normalísima.
La familia
Es una familia normal de la Roma de los años 30, tranquila, serena, en donde la frecuencia de la vida parroquial es intensa y se reza el rosario "todos juntos". El padre, Michele Meo, es empleado en
El padre, la madre y la hermana Margherita
la presidencia del Consejo de Ministros; la madre, María, se ocupa de la casa y de la educación de Margherita, la hija más grande y de Nennolina. Pero también encuentra el tiempo para participar activamente a la vida parroquial y a las reuniones de Acción Católica. La familia vive en una bella casa y goza de una situación holgada, tanto que pueden permitirse una tata en casa, primero Ezia y luego Caterina, que será la compañera de juegos de Nennolina y recordará de ella muchos episodios importantes en el proceso de beatificación abierto después de su muerte.
La niña
En las fotos aparece con su corte de cabello de pajecillo y sus ojos negros grandes y sonrientes, con baldecito y pala en mano, mientras juega con los niños en la playa. En una foto se divierte paseando en barco en el laguito de Villa Borghese, en otra sonríe con el disfraz de carnaval.
« Mi hermana -recuerda Margherita- era una niña alegre, muy vivaz y traviesa, como son los niños a esa edad». En octubre del ´33, fue inscrita en la escuela de las monjas muy cerca de casa. «Iba muy contenta y muchas veces cuando jugábamos juntas me decía: “Yo en la escuela me divierto tanto... iría hasta en las noches!’. Se unió mucho a la maestra y las monjas decían a mi madre: “Es el movimiento perpetuo! Pero es muy inteligente y aprende rápidamente. Es una niña madura para su edad’». A cuatro años fue inscrita en la sección “Pequeñitas’ de Acción Católica. A cinco pasa a las Benjaminas de la Juventud femenina.
Nennolina manifiesta pronto el deseo de rezar y de dialogar con Jesús, a quién siente cercano como a un amigo.
« Un día, tenía poco más de tres años, - cuenta la madre - agregó a sus rezos: “Jesùs házme la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal’
Sentí el corazón encojerse». No había cumplido aún cinco años cuando sus padres notan que la rodilla izquierda estaba hinchada, pensaron a una de sus caídas. Después de la diagnosis y curas equivocadas, la sentencia: osteosarcoma.
"Antonietta y Jesús": el Calvario y la Cruz
«Querido Jesús eucaristía, estoy tan, pero tan contenta que tu hayas venido a mi corazón. No te vayas más de mi corazòn, quédate siempre, siempre conmigo. Jesús yo te amo tanto, me quiero abandonar en tus brazos y haz de mí lo que tú quieras».
El 25 de abril de 1936, a Antonietta le viene amputada la pierna izquierda, inicia su Via Crucis, pero también su extraordinaria experiencia de Dios.
El golpe fue tremendo sea para sus padres que para ella. Superado el primer período, a pesar de la operación, continúa su vida de siempre, se pondrá un tutor ortopédico, que le permitirá moverse, jugar y arrodillarse para rezar.
La niña aceptó esta minusvalía regalando su “piernita’ a Jesús y consolando después a su papá con esta carta del 4 de noviembre de 1936: «Estoy muy contenta que Jesús me haya mandado esta desdicha , así soy su predilecta».
Sus padres decidieron anticipar la fecha de la primera comunión y así, por las noches, la mamá inicia e enseñarle el catequismo.
Es desde ese momento que Antonietta comienza, primero a dictar a la mamá y a la hermana más grande y luego a escribir sus cartas. Cada noche las pondrá al pié de una pequeña estatua del Niño Jesús a los piés de su cama, «para que Él de noche viniera a leerlas».
La primera carta tiene fecha del 15 de setiembre de 1936: « Querido Jesús, hoy voy a ir a pasear, voy donde mis monjas y les digo que quiero hacer la primera comunión en Navidad. Jesús ven pronto a mi corazón que así te abrazaré fuerte fuerte y te besaré. Oh Jesús, quiero que te quedes siempre en mi corazón». Y después de unos días: « Querido Jesùs, yo te quiero tanto, te lo quiero repetir que te quiero tanto. Yo te doy mi corazón. Querida Virgensita, tú eres tan buena, toma mi corazón y llévaselo a Jesús». A penas Nennolina aprende a utilizar el lápicero, frecuentando el primer año de la escuela primaria, quizo poner como firma: “Antonietta y Jesús’.
« Mi querido Jesús, hoy he aprendido a hacer la “O’, así que pronto te escribiré yo sola». La escritura y los errores presentes en las cartas son aquellos de quién ha aprendido desde hace poco a usar el lápicero.
Antonietta se dirige a Jesús y a María con ternura confidencial. Sus cartas terminarán siempre con abrazos, caricias y besos dirigidos a sus destinatarios celestes. Y de esta tierna intimidad son testigos también las monjas, cuando muchas veces antes de salir de la iglesia, observaron a la niña, acercándose al sagrario exclamar: Jesús ven a jugar conmigo!». Pero había algo que verdaderamente era poco común en una niña de cinco años: «Mi buen Jesús, dame las almas, dame tantas, te lo pido con placer, te lo pido para que tú hagas que se vuelvan buenas y que puedan venir contigo al Paraíso». Y esto Antonietta lo repetirá muchisimas veces.
Los Sacramentos
"Antonietta de Jesús": el diálogo místico de Nennolina:
«Querido Jesús, mañana cuando estarás en mi corazón, ház como si mi alma fuera una manzana. Y como dentro de la manzana están las semillas, dentro de mi alma ház que haya un armario. Y como dentro de la cáscara negra de las semillas, está la semilla blanca, así ház que dentro del armario esté tu Gracia, que sería como la semilla blanca». Así le dicta a su mamá el día antes de recibir la Primera Comunión.
La mamá la interrumpe: «Pero Antonietta qué dices! Qué significa dentro, qué es lo que está dentro? Qué quieres decir?». Trató en vano de disuaderla. Al final Antonietta explicó: « Escucha mamá: imagínate que mi alma sea una manzana. Dentro de la manzana están esas cositas negras que son las semillas. Luego, dentro de la cáscara de las semillas está esa cosa blanca? Bien, ház de cuenta que ésa sea la Gracia»
« Encontré - cuenta la madre - que la comparación, que yo no conocía, era profunda, pero no quize darme por vencida y por eso insistí: "Pero estas cosas quién te las dijo? La maestra en la escuela tomó una manzana para hacerles comprender...". "No mamá, no me lo dijo la maestra, lo pensé yo". Luego completó su pensamiento: "Jesús ház que esta gracia se quede siempre conmigo"».
Nennolina recibe la Primera Comunión en la Noche Buena de 1936.
Esa noche, a pesar de que el aparato ortopédico le causaba dolor, los presentes la vieron al final de la misa, quedarse arrodillada por más de una hora, quieta, con las manitas juntas
La firma en sus cartas a veces cambia en "Antonietta de Jesús", otras veces "Antonietta Jesús". La forma es repetitiva y los pensamientos proceden destacados, como sucede en la manera de expresarse propia de los niños, pero bajo la forma infantil el pensamiento no es banal, nunca pueril.
Lo que todavía hoy desconcierta psicólogos y teólogos es que Dios enriquezca de gracias especiales una Nennolina y que, sin forzar su naturaleza sino perfeccionándola con una aceleración de la Gracia, realice en ella tanto una delicada fineza en las cosas del Espíritu como una heroicidad en la condición de sufrir-ofrecer que difícilmente se encuentra en personas de edad madura y después de un largo camino de Fe.
La unión místico-espiritual alcanza una profundidad insondable, cuando la vida de la pequeña es transformada en la relación de amor con su dulce amigo del alma, Jesús y con su madre La Virgen María.
El 16 de octubre de 1936 Antonietta afirma: «Veo la Virgen no el cuadro»; y en enero de 1937: «Yo a veces veo a Jesús»; cuando la mamá le pregunta: «Y cómo lo ves?» Antonietta responde: «En la cruz». En marzo otra visión: «Ayer ví a Jesús resucitado». Después Jesús no se hace ver más y Antonietta en abril escribe: «Querido Jesús, yo deseo tanto verte y quisiera que todos pudieran verte, entonces sì que todos te querrían más». En mayo, mientras le dicta una de sus cartas, se detiene como por encanto; la mamá la sacude y cuando la pequeña vuelve en sí dice: «Sabes que he visto a Jesús en la esquina del cuarto».
El 2 de julio, después de la última Comunión, confía a la mamá: «Lo he visto ésta mañana cuando hize la Comunión».
A Jesús Antonietta le escribirá 105 cartas, otras se las hará a la Virgen, a Dios Padre, al Espíritu Santo, una a Santa Agnese y una a Santa Teresa del Niño Jesús. A Jesús le pedirá siempre la ayuda de su gracia:«Hoy he hecho un poco de caprichos, pero tú Jesús bueno, toma en brazos a tu niña...»;«pero tú ayúdame que sin tu ayuda no puedo hacer nada»;«tú ayúdame con tu gracia, ayúdame tú, que sin tu gracia nada puedo hacer»; «te lo pido, Jesús bueno, cons?rvame siempre la gracia del alma». A ?l y a Su mamá no cesarà de pedir gracias, para aquellos que le están cerca, para los que se encomiendan a sus rezos y para los pecadores: «Te pido por aquél hombre que ha hecho tanto mal»; «te pido por aquél pecador que tú sabes, que es tan viejo y que está en el Hospital de San Giovanni».
En mayo Antonietta recibe la confirmación. Son ya los últimos días de su vida. Así cuenta su mamá: «Después de la confirmación Antonietta comenzó progresivamente a empeorar. La fatiga y la tos no le daban tregua. Ya no lograba ni siquiera quedarse sentada y fue obligada a estar en cama. Se veía que sufría, pero a todos, incluso a mí, decía siempre: "Estoy bien!". Tal vez con dificultad, pero quizo siempre recitar sus oraciones de la mañana y de la noche.. Pedí luego que el sacerdote le trajera la Comunión todos los días, y las horas que seguían a la comunión eran siempre más tranquilas. [...] A penas podía me pedía también de escribir sus cartas».
La última tiene fecha del 2 de junio. Y esta será la carta que llegará a las manos de Pio XI. Así recuerda la madre: «Me senté al lado de su cama y escribí lo que Antonietta con dificultad me dictaba: "Querido Jesús crucificado, yo te quiero tanto, y te amo tanto! Yo quiero estar contigo en el Calvario. Querido Jesús, dile a Dios Padre que lo amo tanto a Él también. Querido Jesús dame tú la fuerza necesaria para soportar estos dolores que te ofrezco para los pecadores". En ese momento Antonietta tuvo un violento ataque de tos y de vómito, pero apenas le pasó quizo igualmente continuar a dictarme: "Querido Jesús díle al Espíritu Santo que me ilumine de amor y me llene con sus siete dones. Querido Jesús dile a la Virgensita que la amo tanto y que quiero estar cerca de ella. Querido Jesús te quiero repetir que te amo tanto tanto. Mi buen Jesús te encomiendo a mi padre espiritual y házle las gracias necesarias. Querido Jesús te encomiendo a mis padres y a Margherita. Tu niña te manda muchos besos..."
Sentí repentinamente, viendo cuánto sufría, un ataque de rebelión dentro y en un arrebato de cólera arrugué aquella hoja de papel y la tiré dentro de una gaveta.
Unos días después vino a visitar a Antonietta el Profesor Milani, Protomédico Pontificio, llamado por el Doctor Vecchi para pedir una consultación. Dijo que la niña estaba muy grave y que tenía que ser llevada a la clínica para ser operada de nuevo. El profesor se quedó conversando con la niña y se sorprendió por los dolores que Antonietta soportaba sin lamentarse. Mi marido le habló de las cartas que escribía. Pidió que le mostrara la última y yo no tuve el valor de rehusar. Tomé la carta de la gaveta y se la mostré. Después de haberla leído dijo que quería hablarle al Santo Padre de Antonietta y pidió el permiso de llevar consigo la carta. Le respondí titubeante: "Pero... no sé...si...". "Pero señora - dijo- se trata del Papa!".
Al dìa siguiente un automóvil del Vaticano se detuvo frente a nuestra habitación. Un delegado enviado personalmente por el Santo Padre Pìo XI, vino para dar la bendición apostólica a la niña. Nos dijo que Su Santidad se había quedado muy conmovido leyendo la carta. Nos dejó también una carta del Prof. Milani en la que le pedía a Antonietta de recordarlo al Señor y de implorar por el aquellos dones que ella había pedido para sí misma».
El 12 de junio Antonietta se agrava. Respira afanadamente. Le extraen el líquido de los pulmones. El 23 le resecan tres costillas con anestesia local, dada su condición general tan precaria. Cuenta su mamá: « No puedo ni contar la aflicción de aquél cuerpecito martirizado. Ese día reteniendo las lágrimas le dije: "Verás pequeñita mía... a penas te habrás recuperado nos iremos de vacaciones, iremos al mar... te gusta tanto el mar, podrás bañarte, sabes?..." Me miró...con ternura me dijo: "Mamá alégrate, siéntete contenta... Yo saldré de aquí en diez días menos un poco"». La mamá no podía saber que en ese momento Antonietta le había dicho exactamente el día y la hora en que habría muerto.
En los días que siguieron, con fortaleza desarmante continúa sonriendo también a las enfermeras que vienen a curarle la herida, a pesar de que las metástasis hubiésen ya invadido y devastado su pequeño cuerpo y a pesar de que la masa tumoral le comprimise el pecho al punto de provocarle el desplazamiento del corazón. Todos en el proceso testimoniarán el desconcierto de frente a su extraordinaria serenidad. La mamá llegarà hasta a dudar que la niña sufriese: «Fui donde el doctor, le dije: "Doctor, yo no creo... dígame la verdad, dígame realmente...Antonietta sufre mucho?". "Pero señora, qué me pregunta! Que está diciendo! No diga eso! Los dolores son atroces". Regresé a su cama... la voz no me salía, por la primera vez le dije: "Antonietta bendice a tu mamá... Antonietta, bendice a mamá". Haciendo un esfuerzo, con su manita, me hizo en la frente el signo de la cruz"».
El padre testimonia en el proceso así: «Un día, agravadas las condiciones, decidí que a mi pequeñita le dieran la extremaunción. Le pregunté a Antonietta: "Sabes qué son los santos oléos?. "El sacramento que se le dá a los moribundos" respondió. No quería turbarla, por eso repliqué: "A veces aporta también la salud del cuerpo...". Antonietta se rehusó. "Es demasiado pronto" dijo, y yo no insistí. Pero cuando más tarde el sacerdote le dijo que el oléo santo aumenta la gracia, Antonietta que escuchaba atentamente respondió: "Sí, lo quiero". Respondió con tranquilidad a todas las oraciones, rezó el acto de dolor, luego abrió sus manitas para que el sacerdote las ungiera... Bezó con ternura el crucifijo de su primera comunión. Todo se desenvolvió en paz y simplicidad"».
La mamá recuerda que vió en sueños a Antonietta, la noche antes de su muerte. Estaba de pié y con un vestido blanco largo: «A mi sorpresa de verla curada, respondía: "no mamá, no me he curado, estoy muerta; pero dentro de unas horas moriré de nuevo, pero no sufriré más, y tú no llores. Debería de haber vivido todavía unos días, pero S. Teresita del Niño Jesús dijo: basta".
En la mañana del 3 de julio de 1937 al alba, cuando el papá se le acercó para acomodarle una vez más la almohada y apoyándole los labios para darle un beso, Antonietta susurró: Jesús, María...mamá, papá...". Fijó la mirada enfrente suyo -recuerda la mamá- sonrió, y luego el último largo respiro». El día 5 de julio el pequeño ataúd fue transportado, entre la multitud conmovida, a su Parroquia, la Basílica de la Santa Cruz en Jersusalén.
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