Acerca de la comunicación (y de las discusiones) entre los cónyuges

Acerca de la comunicación (y de las discusiones) entre los cónyuges Fuente: www.masterenfamilias.com Autor: Tomás Melendo Granados En la línea iniciada en Un matrimonio feliz y para siempre, me animo a brindar a los esposos un conjunto de reflexiones que tal vez les ayuden a mejorar sus relaciones mutuas. En este caso, girarán en torno a una cuestión clave para el despliegue de la vida del matrimonio: la comunicación. 1. ¿Conectados? — Soledad y comunicación Al parecer, se trata de un proverbio chino. Pero, a modo de simple «despertador», podría atribuirse a cualquier cultura y a cualquier época… y, hoy en particular, no necesariamente al varón, sino también a la mujer. Un hombre dijo a su esposa: «Tengo muchas cosas que hacer; pero todo, todo, lo hago por ti». Con esta suerte de excusa, no hallaban tiempo para estar juntos ni charlar, y el día en que se encontraron de nuevo ya no supieron qué decirse. Por desgracia, lo que recoge la anécdota de un modo un tanto simplón, no constituye una situación única o exclusiva en la vida del ser humano. Tras los años despreocupados de la niñez llega la adolescencia, y en ella se experimentan las primeras dificultades para comunicarse. Aflora una tendencia a cerrarse en sí mismo, nos tornamos susceptibles y celosos de la propia independencia e intimidad. Parece que el adolescente solo es capaz de abrirse a los demás dentro del grupo de amigos, pero también allí cada uno representa un simple papel: el de aquel personaje que piensa que le permitirá adquirir el prestigio y recibir la aceptación incondicional que tanto necesita. — Una experiencia muy común Y así tantas veces. La soledad es una experiencia que todos, quien más quien menos, hemos sufrido a lo largo de nuestra biografía. Y con la soledad llega la tristeza, a veces disfrazada con un barniz de seriedad. Marcel lo sostuvo con palabras rotundas: «sólo existe un sufrimiento: estar solo»; y lo confirmó tras muchos años de experiencia: «nada está perdido para un hombre que vive un gran amor o una verdadera amistad, pero todo está perdido para quien se encuentre solo». Con mayor vivacidad, precisión y firmeza lo explica Javier Echevarría: «sólo el amor —no el deseo egoísta, sino el amor de benevolencia: el querer el bien para otro— arranca al hombre de la soledad. No basta la simple cercanía, ni la mera conversación rutinaria y superficial, ni la colaboración puramente técnica en proyectos o empresas comunes. El amor, en sus diversas formas —conyugal, paterno, materno, filial, fraterno, de amistad—, es requisito necesario para no sentirse solo». Hasta tal punto se trata de algo universal que, con un lenguaje un tanto metafórico, pero certero, la Biblia narra cómo Adán, antes de la creación de Eva, experimentó con desasosiego esta soledad; «no encontró una ayuda adecuada», semejante a él. Por eso acogió a la mujer como un don incomparable y, descubriendo a alguien con quien poderse comunicar, exclamó con un sobresalto de alegría: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne». (Lo mismo podría haber sido a la inversa). — No es cuestión de técnicas Tal vez se comprenda entonces que la falta de comunicación no siempre representa un problema de desconocimiento de las técnicas pertinentes, como suele considerarse, sino que la mayoría de las veces deriva de la ausencia de un buen amor suficientemente maduro y desarrollado. Por eso, en ocasiones, ante una situación familiar de aislamiento no basta con tomar nota del hecho y acudir a los prontuarios en busca de la «receta» presuntamente más adecuada. Mucho antes hay que plantear a fondo la pregunta: ¿por qué un marido y una mujer —el lector o la lectora y su cónyuge, si fuera el caso— han cerrado las vías de comunicación? Y la respuesta, a menudo, frente a lo que se afirma casi por rutina, no irá en la línea de la incompatibilidad de temperamentos o de caracteres ni en la de las dificultades de expresión. Porque no es la palabra en sentido estricto, sino el amor, lo que establece la sintonía entre dos personas. No hay que olvidar la estrechísima relación entre amor y éxtasis. El auténtico amor impulsa a salir de uno mismo, para asentar la propia morada en el corazón del ser querido: según San Agustín, «el alma se encuentra más en aquel a quien ama que en el cuerpo que anima». Quien ama tiende a dar y a darse, se da de hecho, se «comunica» a la persona amada, entregándole —de todos los modos posibles— lo mejor de sí mismo: su propia persona. Y acoge libre y gozosamente cuanto le ofrenda aquel o aquella a quien quiere: también, en fin de cuentas, su persona. Bajo este prisma, parece correcto resaltar como modelo de comunicación hondamente humana la que se establece entre una madre y el hijo que lleva en su seno. E incluso cabría hablar, con Carlos Llano, de una comunicación «que dista mucho de ser silenciosa: se constituye, al contrario, en una voz existencial magna y amplificada, aunque sea sin palabras, porque es —y las madres encinta lo saben bien— la donación de la vida». — … aunque también de técnicas Con todo, se dan circunstancias en que la raíz del malestar estriba justo en que marido y mujer no saben comunicarse. Se quieren, pero les resulta difícil hacer al cónyuge consciente de ello: no son capaces de dar a conocer su amor. Por motivos diversos, que sería largo exponer, les cuesta hablar: abrir la propia intimidad, hacer al otro partícipe de sus sentimientos, ilusiones, afanes, dudas, preocupaciones… Aunque se aman, no gozan de la habilidad para alimentar su afecto mediante la palabra… y pueden llegar a dudar de ese cariño y sentir que su amor se enfría. En tales circunstancias, las técnicas sirven no tanto para suplir el amor (que en este supuesto sí que existe), sino para descubrirlo, para conocerlo cabalmente, desnudarlo de falsas apariencias que lo ahogan, desgranarlo y re-crearlo en un nivel más alto: para hacer re-nacer un amor antes como en ascuas, de modo que despierte los afectos y reavive la pasión amortiguada. Con palabras más sencillas: las técnicas que un libro, el ejemplo de un matrimonio amigo o el consejo que un experto nos aporten, no pueden suplir un amor que no existe, pero sí ayudar a reconocerlo y descubrirlo más allá de la aparente anemia de la que parecía aquejado. Por eso es conveniente —imprescindible— superar la presunta impotencia y pedir auxilio en momentos de dificultad. En resumen, podría afirmarse que un matrimonio que ama y lo sabe no necesita técnica alguna, pues los procedimientos con que espontáneamente manifiesta su cariño la suplen con creces; mas a los cónyuges que en el fondo se quieren pero experimentan dificultades para expresar ese cariño, las técnicas de comunicación les ayudarán a amar bien —¡mejor!—, a descubrir o redescubrir un afecto que erróneamente creían desaparecido… y a incrementar ese cariño. — Dificultad para comunicarse Tras estas consideraciones, no es difícil comprender que la vivencia que debería presidir el trato de cualquier pareja es la de la comunicación franca y profunda con el propio cónyuge, como fuente de gozo, de paz y de superación de la soledad. Por el contrario, uno de los fracasos más comunes de algunos matrimonios actuales estriba en que se transforman paradójicamente en sendero hacia la progresiva incomunicación: dos se casan, se aíslan de sus antiguos amigos y compañeros, se hacen voluntariamente estériles, se desentienden de sus mayores y se encierran en sí mismos… para acabar solos, ya sea juntos —«soledad de dos en compañía», llamó hace ya casi doscientos Kierkegaard a algunos matrimonios—, ya cada uno por su lado. Pero aun prescindiendo de circunstancias tan extremas, no siempre resulta fácil comunicarse con una persona amargada, acaso por culpa nuestra. O por la suya. Tampoco es sencillo abrir el corazón cuando está uno deprimido, triste o cuando —por lo que ha sucedido en ocasiones anteriores, pongo por caso— tiene miedo de que le tomen el pelo si pide un poco de ternura en un momento en que la necesita. Por varios motivos, pero sobre todo por orgullo —¡los tan tristes «derechos del yo»!, sobre los que más tarde volveré—, a veces evitamos aparecer ante los ojos de nuestro consorte como en verdad somos: no nos fiamos de su amor incondicionado. De esta suerte, uno y otro seguimos siempre siendo parcialmente desconocidos y extraños. La situación, entonces, degenera, tornándose más y más penosa, por cuanto en el matrimonio —comunidad de vida y de amor— la comunicación personal entre los cónyuges resulta insustituible. La vida conyugal no puede reducirse al encuentro de dos cuerpos, y mucho menos al de dos sueldos, sin que se dé ya el de los corazones… manifestado también y enriquecido a través de la palabra hablada. Como sostiene El matrimonio y la familia, «el diálogo —junto con el propio amor y la unión conyugal— constituye un medio excelente que tienen los esposos a su alcance para lograr hacer de sus dos vidas una sola; para conseguir una sintonía sin sombras ni secretos que les permita mirar juntos hacia el futuro sobre la base de un pasado y un presente compartidos; para hacer verdad el principio de autoridad conjunta respecto a los hijos y la familia. Cabe afirmar que sin diálogo no hay familia; que si no se “pierde el tiempo” en hablar, no se ganará lo que merece la pena: felicidad familiar, hecha de participación, ratos compartidos, comunicación permanente, encuentro de corazones». — Algo más que charlar En cualquier caso, y una vez asentada la necesidad del diálogo, resulta imprescindible volver a advertir que comunicarse es algo más que un simple conversar o platicar. Presenta, en cierto modo, un doble objetivo: la verdad —el conocimiento efectivo de la realidad tal como es— y el amor. Comunicarse es, en primer término y por encima de todo, medio insustituible para alcanzar la verdad y resolver los problemas que pueda plantear la familia; y es también y simultáneamente un instrumento soberano para facilitar el amor, haciendo partícipe al cónyuge de los propios sentimientos, de las propias necesidades, alegrías, expectativas y esperanzas. Consiste en «bajar la guardia» por completo y colocarse hondamente en contacto con el otro para dejarse conocer y conocerlo hasta el fondo; en trasvasar el contenido más íntimo y pleno de lo que nos constituye como persona a la persona, también vívida y sobreabundante y receptiva, del otro. De ahí que se pueda incluso hablar mucho sin que exista real comunicación: no hay nada de verdadero interés en el mundo que nos rodea que reclame nuestra atención esforzada; ni nada serio, vital, dentro de uno, susceptible de ser ofrecido y acogido amorosamente por nuestro interlocutor. Cabe charlar de deportes, de la moda, de dinero o de chismes de los vecinos sin comunicar lo que se vive por dentro (a veces, tristemente, porque esa interioridad, poco o nada cultivada, se asemeja bastante a un desierto despoblado y árido). Hay gente tan locuaz como celosa de la propia intimidad. Por desgracia, vemos bastantes matrimonios en que la comunicación primero se da por supuesta y luego —en fin de cuentas, por miedo al rechazo: por no advertir que somos queridos incondicional y gratuitamente— se teme; se suprime el coloquio personal y se silencian o eluden los problemas. Los espacios vacíos los llena entonces la televisión, el periódico, Internet, un pasatiempo, el teléfono, etc. De una manera muy especial la profesión, incluida la de ama de casa, puede transformarse en un refugio para evitar el diálogo cara a cara. — Una advertencia importante Como se habrá podido observar, el concepto de comunicación que estoy esbozando resulta más amplio y rico de lo habitual en contextos similares. Lo que con frecuencia se expone adolece de un doble defecto de perspectiva: • Por un lado, de manera no del todo consciente, los pretendidos «expertos» se dejan arrastrar en exceso por el modelo de comunicación más normal en nuestra cultura: el de los mass media, en los que adquieren un papel privilegiado los factores técnicos y estructurales y la categoría de los signos. Por el contrario, para que un matrimonio vaya adelante y se perfeccione, se requiere algo mucho más personal y cálido que la simple transmisión de informaciones. Es necesario, como antes apuntaba, un trasvase de lo más propio e íntimo que la persona posee; y esto tiene que ver más que con la capacidad de expresión oral, con la actitud recíproca de los esposos y, en definitiva, con la grandeza de su amor mutuo y de su entrega. • En segundo término, no es infrecuente que, en las sesiones de orientación públicas o privadas, la falta de comunicación se convierta en una especie de talismán explicativo o, si se prefiere, de chivo expiatorio sobre el que se cargan prácticamente todos los problemas surgidos en la vida conyugal. Y no es que se trate de algo irrelevante, ni mucho menos. Pero, por lo común, no representa la razón última de las disfunciones de un matrimonio: con bastante frecuencia se convierte en la pantalla que oculta otras causas más profundas y globales, que son a las que conviene intentar poner remedio… no solo mediante la invención y puesta en práctica de procedimientos técnicos, sino de ordinario modificando hondamente las disposiciones y la actitud personal de los cónyuges. Dentro de los límites de este escrito, en las páginas que siguen atenderé a ambos tipos de factores: los que permiten una mejora inmediata de la comunicación y los que implican y facilitan una mudanza de fondo en la relación inter-personal de los cónyuges. 2. Reglas de comunicación Volviendo a dejar claro que en definitiva no estamos solo ni principalmente ante un problema de técnicas, sino de amor y de mejora personal, intentaré, según he dicho, exponer algunas reglas sencillas para favorecer la comunicación entre los esposos: — Escuchar Saber escuchar es la primera y tal vez más difícil condición para que pueda establecerse el diálogo. Y viceversa: no existe persona más interesante y simpática que quien sabe escucharnos. (Por eso he comentado alguna vez, en tono de broma pero con una intención muy seria, que lo realmente importante no es ser un buen conversador —un buen «charlatán»—, sino un magnífico «escuchatán»… y también un experto «provocador» de confidencias, mediante la apertura de la propia intimidad o a través de las preguntas adecuadas, que despierten y faciliten en nuestro interlocutor la necesidad que todos tenemos de abrir a un buen amigo nuestra alma). Por otra parte, para comprender los sentimientos y puntos de vista de nuestro interlocutor es menester intentar ponerse en su lugar; y esto supone: • en primer término, tener muy en cuenta su modo de ser y las peculiaridades más hondas que lo caracterizan, así como las circunstancias propias del momento que está viviendo; y • además, olvidarse de uno mismo y atender a lo que en cada instante nos dice y siente quien nos habla, en lugar de andar buscando ya mientras lo hace qué le vamos a contestar. Es preciso abandonar los propios pensamientos y ocupaciones, saber mirar abiertamente a los ojos de nuestro interlocutor, esperar a que exprese lo que necesita comunicarnos y ser pacientes, manteniendo mientras conversa la atención centrada en aquello que nos está diciendo. Solo así cabe apreciar quién es el otro y qué desea transmitirnos. De lo contrario, resulta muy sencillo filtrar sus palabras y entender lo que esperamos oír de él o lo que más se adecua a nuestro humor. Por eso, no sabe escuchar: • quien emite juicios de valor sobre lo que su interlocutor le está contando o discute acerca de ello; • el que interrumpe la conversación o completa las frases del otro, dando por supuesto que ya conoce lo que le pasa y adelantándose a exponerlo; • quien se distrae durante el diálogo, entreteniéndose u ocupándose en hacer otras cosas; • el que se apresura a dar soluciones, en vez de aguardar, suponiendo razonablemente que el otro es capaz de hallarlas por sí mismo, tal vez auxiliado por nuestras preguntas. — «Mirarse» mientras se habla Como mera ejemplificación de lo que vengo apuntando, me gustaría poner de relieve que, en la comunicación auténticamente personal, la mirada franca y sincera representa una función de muchísima más categoría que la simple expresión oral. Lo haré, por no alargarme y porque su planteamiento es en extremo penetrante y sagaz, siguiendo algunas indicaciones de Carlos Llano. «Hemos dicho —nos explica— que las personas se relacionan de una manera íntima, ya que la intimidad es la característica propia de la persona […]. Esta intimidad aflora y hasta hace su eclosión en la familia, y lo hace de muchas maneras. »Una de ellas, y quizá la principal y más expresiva, es la comunicación de la mirada. Mirarse a los ojos produce una estrecha relación de la que son incapaces las palabras. Los ojos dicen, expresan, reflejan, traslucen el interior de la persona de una manera más natural y directa que la palabra. Ésta puede quedar tácticamente modificada por la inteligencia misma de la que debería ser su expresión natural. La mirada no: el entendimiento y la voluntad no poseen respecto de la expresión visual el mismo dominio de que gozan sobre la palabra. En este sentido, podemos aun afirmar que la mirada traiciona lo que la palabra expresa. »La tintura de hipocresía, la sensación de doblez que deja la persona de lentes oscuros permanentes, es prueba de lo que decimos: quien no quiere que veamos su mirada, algo esconde. Es prueba de lo mismo también el individuo que, durante su conversación con nosotros, no nos mira a los ojos, sino que desvía su mirada a objetos menos vivos que el rostro de su interlocutor. »No estamos refiriéndonos a fenómenos psíquicos de alguna complejidad, sino a la relación vulgar entre personas vulgares como lo puede ser un trato de negociación mercantil. Nos sentimos inseguros de personas con las que no podemos comunicarnos con los ojos, que ocultan su mirada, que no miran de frente». Y, abundando sobre el mismo tema, añade: resulta imposible «entrar en el fondo del alma cuando no podemos hacerlo mediante esas ventanas privilegiadas que son los ojos de nuestro interlocutor. Es verdad que a través de la pantalla televisiva podemos ver los ojos de quien nos habla. Podemos ver sus ojos, sí, pero no podemos ver sus ojos mirando a los nuestros, en donde se condensa la relación visual, y gracias a la que podemos entrar en los estratos más profundos del alma, porque en el mismo momento puede el otro —nuestro interlocutor— entrar a través de nuestros ojos en los estratos profundos de la nuestra». Para concluir más tarde: «No es a los ojos a los que hay que atender: es a la mirada que los ojos del otro dirige a los míos. Hasta que esto no se dé […], no habrá aún verdadera comunicación. No hablamos de comunicación íntima, sentimental, personalizada. Hablamos de comunicación verdadera (porque la verdadera comunicación es íntima, sentimental, personalizada, aunque sea también abstracta, universal y objetiva)». Resulta fácil advertir el cúmulo de sugerencias que transmiten estos párrafos, entresacados un tanto al azar entre otros de semejante calibre: por ejemplo, las fronteras insuperables que, hoy por hoy, presenta Internet para una auténtica comunicación personal… a pesar de los avances innegables que en esta misma dirección se están realizando. Pero las dimensiones de este escrito impide desarrollarlas como sería deseable. — Repetir Una buena manera de asegurarse de que uno ha comprendido las ideas expuestas por otro es la de repetirlas con las propias palabras o parafrasearlas, pidiéndole que nos confirme si hemos entendido bien. Además, al obrar de este modo, le damos la prueba de que nos tomamos en serio lo que dice. Ignorar, aceptar con suficiencia o ridiculizar lo que se nos comenta, resulta siempre profundamente lesivo: hiere en lo más hondo del alma. — Responder Para que exista comunicación no basta con escuchar. Es preciso también expresar nuestro parecer sobre lo que nos dicen. En ocasiones, las menos, puede bastar un «sí… es cierto… sin duda… de acuerdo… tienes razón…», que asegura que el mensaje ha sido recibido, al tiempo que promete una contestación definitiva más tarde, cuando hayamos reflexionado a fondo sobre lo propuesto. También cabría pensar que quien calla otorga, y responder con el silencio; pero es desaconsejable por resultar mucho más cálida y humana, y mucho más declarativa, la voz. De ahí que, de ordinario, deba evitarse contestar con sonidos inarticulados: «hum», «pss»… Al contrario, a la manifestación de interioridad de nuestro cónyuge hemos de corresponder con un conjunto de expresiones articuladas —las propias y específicas del ser humano—, que satisfagan lo más ampliamente posible la cuestión que nos plantea. — Adecuar el comportamiento a la palabra El modo de actuar debe ser coherente con lo que manifiestes de viva voz. Por ejemplo, cuando dices a tu mujer: «te escucho», debes también cerrar el periódico o apagar el televisor. Y cuando ella sabe que no le va a dar tiempo a arreglarse lo mejor es que lo confiese cuanto antes y con toda sencillez; no basta con repetir durante veinte minutos: «¡ya estoy casi lista!». — Valentía En toda relación amorosa se pone en juego una delicada urdimbre de sentimientos. Estos dan belleza y esplendidez al nexo de amor, pero también lo tornan frágil y lo exponen a ciertas crisis. A veces resulta costoso descubrir su origen. En tales casos, puede ayudarnos a suavizar eventuales tensiones o malentendidos un esfuerzo valiente para abrir nuestro corazón a la pareja, pedir que ponga el suyo al descubierto e intentar examinar juntos la avería. Si esto no se hace, no es difícil que los dos se manifiesten el propio malestar bajo la forma de reprobaciones sordas o de alusiones o bromas o ironías, que irritan al cónyuge, sobre todo cuando se hace en presencia de otros. Se originarán resentimientos, acritud y encerramiento en uno mismo. Después, cuando el peligro ya resulte evidente, tal vez uno dirá al otro que habría debido manifestarle lo que no iba bien. Y el otro se sentirá con derecho a responderle: «¡Tendrías que haberte dado cuenta!». — Espíritu positivo Si deseamos que nuestro cónyuge se corrija en algún detalle, es importante intentar hacerle las observaciones oportunas del modo más positivo posible, de forma que resulten más aceptables y no demasiado amargas. Por ejemplo, en vez de espetar: «Eres un egoísta. No me harías un favor incluso aunque vieras que me estaba muriendo. Pero de tus cosas nunca te olvidas», podría decirse: «Tu descuido me ha causado pena. Estaba tan segura de ti. Para mí era tan importante…». O en lugar de acusar: «Ayer me hablaste en un tono del todo improcedente», cabría insinuar: «Perdona, en la conversación de anoche perdí un poco los estribos, estaba nervioso y excitado… y conseguí sacarte también a ti de tus casillas». — Búsqueda sincera de la verdad Como anunciaba, en la medida en que verse sobre cuestiones más de fondo, y sobre todo cuando se trate de resolver posibles problemas, el esfuerzo de comunicación entre los cónyuges no debe tender solo a manifestar lo que uno y otro sienten y piensan, sino también —y más aún— a descubrir la verdad del asunto que llevan entre manos y juntos pretenden esclarecer. El objetivo radical de la comunicación es el conocimiento de la verdad, único modo eficiente de conjurar al tiempo el peligro de sentirse solos. No se trata, por tanto, principalmente, de exponer lo que creen ver los sujetos dentro de sí, sino sobre todo cuál es la realidad de las cosas, externas e internas. Y así, por acudir a un ejemplo bastante común, no sería suficiente que los padres llegaran al acuerdo de permitir al chico o a la chica de 12-13 años salir habitualmente las noches de los fines de semana y volver a casa al amanecer; como tampoco sería fruto de auténtica comunicación en la verdad acordar sin motivo justificado no acoger a los hijos que Dios quiera enviar durante los primeros años de matrimonio (o más tarde, como es obvio). En los dos supuestos, la común decisión y concierto de la pareja atenta contra la naturaleza de la familia y no puede producir auténticos frutos de paz y alegría y hacernos efectivamente salir de nuestro aislamiento. Constituyen tan solo apariencias de comunicación, puesto que no dan a conocer la realidad ni se adecuan a su deber-ser. * * * En cualquier caso, conviene insistir de nuevo en que los esfuerzos positivos por establecer una cada vez más rica comunicación entre los cónyuges y por adaptar el propio modo de ser a los deseos y necesidades de nuestra pareja resulta un elemento clave para convertir el matrimonio en lo que debe ser: una aventura apasionante. No es cosa fácil. Como recuerda Federico Suárez, «hacer que dos personas de distinto sexo (lo que implica distinta psicología, distinto modo de discurrir y de ver las cosas, distinta sensibilidad), gustos desemejantes, carácter diverso —y a veces, contrario—, en ocasiones diferentes creencias o convicciones, acaben acoplándose de tal modo que se complementen a la perfección, es una hazaña que requiere algo más que saber lo que tienen que hacer para tener hijos y una vaga intuición sobre el modo de educarlos, pues reclama cierta dosis (a veces gran dosis) de comprensión, de paciencia con los defectos del otro (todos tenemos defectos) o con su modo de ser, abnegación, espíritu de sacrificio, sentido de la proporción…». 3. Aprender a discutir A pesar de la ayuda que pudieran prestar las mejores reglas, y a pesar sobre todo del cariño e ilusión crecientes que se pongan en evitarlos, es natural que en la vida de un matrimonio existan discusiones, momentos de tensión, diferencias de opiniones y de gustos. La relación entre la pareja se refuerza y madura también de este modo, superando los conflictos y, sobre todo, aprendiendo a perdonar y a ser perdonado, que constituyen dos de las más sublimes, jugosas y gratificantes expresiones de amor. Por lo demás, a pelearse se va uno entrenando un poco ya desde el noviazgo. No hay, pues, que asustarse demasiado ni intentar evitar a toda costa las discusiones, reprimiendo emociones y sentimientos. En ocasiones es bueno desfogarse. Pero resulta imprescindible aprender a discutir. — Diez consejos básicos Doy por eso algún consejo deportivo al respecto o, si se prefiere, «El decálogo del buen discutidor»: 1) No eludas la discusión por encima de todo, ni la cortes saliendo ostentosamente de la escena, cuando temes estar equivocados. Y si hubieras obrado de este modo, ten la honradez de volver, pasados los momentos de enfado, y replantear el asunto hasta alcanzar el acuerdo deseable. 2) Ten la disposición habitual de reconocer tus defectos y errores… y amar e incluso llegar a «sentir ternura» por los de tu cónyuge. Son signos de grandeza de ánimo. 3) Si adviertes que has dicho algo no objetivo o injusto, retíralo de inmediato lealmente, pidiendo perdón si es necesario (es decir: casi siempre). 4) Evita agresivas y descalificadoras ofensas personales y actitudes irónicas o despreciativas. 5) Presta atención para no proyectar inconscientemente en el otro la razón de tu malhumor. Más vale «desaparecer de la escena» por algún tiempo que descargar sobre el cónyuge o sobre los hijos una tensión de la que ellos no tienen responsabilidad. 6) No levantes acta de las culpas de tu pareja ni te empeñes en seguir echándole en cara cosas ya pasadas: menos cuanto más graves o dolorosas hayan podido ser. No devuelvas jamás a tu cónyuge al pasado: no tienes derecho (con el «sí» que le otorgaste en el matrimonio redimiste todos y cada uno de sus errores pretéritos). Intenta vivir en el presente y mirar hacia adelante. 7) Esfuérzate por comprender, si es el caso, que la rabieta del otro está surgiendo de una momentánea necesidad de desahogo. 8) Permite al cónyuge llegar hasta el final en la exposición de su malestar, intentando por todos los medios comprender su punto de vista; a menudo le bastará esa posibilidad amable de desfogue para calmarse en un 50%. 9) Procura exponer tus razones de forma clara y breve, con la máxima calma posible y, si eres capaz, con un tanto de humor (que equivale a saberte reír de ti mismo, a no tomarte demasiado en serio), pero jamás con ironía. 10) Conseguid, como ya se ha sugerido, que incluso las discusiones más violentas acaben con un gesto de reconciliación; de esta suerte, hasta las propias disputas formarán parte del humus sobre el que crece el amor conyugal. Tal como explica José Pedro Manglano, «todo lo que constituye la vida normal puede ser alimento bueno» para el amor. «Todo: lo positivo y lo negativo». El buen amor «se alimenta de palabras, de compras, de necesidades, de ver la tele, de ir al médico, de paseos… Del mismo modo que se alimenta de discusiones, de aburrimiento, de malentendidos, de fallos propios, de fallos del otro, de manías y de preferencias. Podríamos decir que el amor dispone de un aparato metabólico que es capaz de convertir en alimento incluso lo que de por sí es nocivo: la traición, el olvido, el desamor». Por eso, más que el propósito de no pelearse jamás, conviene hacer el de recomponer la paz cada vez lo antes posible: nunca un matrimonio debería entregarse al sueño sin haber resuelto los posibles conflictos originados durante el día. El amor conyugal no muere a causa de las trifulcas, sino que lo matamos por no saber ponerles remedio y sacar partido de ellas. Si por desgracia alguno de vuestros hijos ha presenciado vuestra disputa —cosa que siempre se debería evitar—, es bueno que asista también a vuestra reconciliación. — Y cuatro principios de fondo Si a pesar de todo vuestro esfuerzo las cosas se pusieran mal, no olvidéis que quien responde al desprecio o al odio con el amor siempre vence. «Donde no hay amor —recordaba San Juan de la Cruz—, pon amor y encontrarás amor». Debemos convencernos hondamente, sin temor a ser tachados de ingenuos o utópicos: el amor es el arma más poderosa, porque con ella participamos del más vigoroso poder de Dios. De ahí que, tras haber rememorado esta idea fundamentalísima, tal vez convenga exponer otros cuatro principios básicos, de más calado que los anteriores, por cuanto expresan las disposiciones más hondas, y capaces por eso de dirigir y enderezar el cambio de opiniones entre los esposos y resolver las posibles dificultades. Podrían enunciarse así: 1) Estudiar los problemas más que discutir sobre ellos. La actitud radical de los cónyuges mejora hondamente con ese cambio de enfoque aparentemente mínimo. Discutir entraña casi siempre, de manera más o menos velada, un enfrentamiento entre los componentes del matrimonio, que de forma no del todo expresa se sienten acusados e incluso rechazados por el otro, y un semiconsciente afán de llevar razón. El estudio objetivo de las cuestiones que no van en la familia —entre los cónyuges, en su relación con los hijos o en la de éstos entre sí—, más cuando se realiza como si se hablara de otras personas, elimina la carga de subjetividad y orgullo que tantas veces impide descubrir la auténtica realidad y la solución para el entuerto. Recordaba un sacerdote santo de nuestros días que de la discusión no suele salir la luz, porque la apaga el apasionamiento. 2) Pedir sinceramente al otro que nos explique su pensamiento También en este caso puede parecer una minucia, pero la manifestación del deseo sincero de entender los motivos radicales que llevan a nuestra pareja a opinar o a obrar de un determinado modo nos sitúa en condiciones óptimas para contrastar objetivamente sus pretensiones con las nuestras y provoca en el cónyuge la actitud de apertura que la discusión acalorada suele matar, por cuanto advierte en nosotros la disponibilidad para comprender de veras su punto de vista. 3) Cambiar uno mismo como invitación para que el otro modifique su conducta Como expone Borghello, «el arte del diálogo se basa sobre un principio fundamental para la vida de los cónyuges: si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo. »Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema, etc., en que yo puedo mejorar. »Por lo normal basta que yo lo haga para que la otra persona cambie de inmediato. »Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: se reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido una mejora y, a continuación, se pide al cónyuge una pequeña transformación [algo que realmente pueda llevar a cabo, no una transformación radical] que facilite el amarlo con sus defectos. »Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido realizado. »Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche. Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja. »Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible»… y en ocasiones asombrosa. 4) De nuevo el olvido de sí y la amorosa aceptación del otro A lo que todavía cabría quizás añadir un comentario. Por más que la comunicación y el deseo de mejorar de ambos cónyuges gocen de una importancia notabilísima en el seno de la vida en común, más relevantes todavía son el cariño, la comprensión honda y esforzada, la aceptación radical del modo de ser de nuestra pareja… y la falta de apego a nuestro yo: si el verdadero amor culmina siempre en entrega, la mejor lucha para querer a fondo consiste en deshacer las amarras que nos ligan a nuestro propio ego, de modo que efectivamente éste se encuentre disponible para ofrecerlo —¡y para aceptar!— a la persona amada. De ahí que, en caso de conflictos o de disparidad de opiniones, lo absolutamente imprescindible —antes y por encima de intentar modificarlas o suprimirlas— sea el esfuerzo por ponerse a uno mismo entre paréntesis, el afán por comprender y aceptar las diferencias esenciales que provocan la disensión y el empeño por aprender a vivir con ellas… sin por eso disminuir ni un ápice el amor, la honra y el respeto que nuestro esposo o nuestra esposa incondicionalmente merecen. Si se obra de este modo, casi cabría asegurar que la relación entre los cónyuges está a salvo de deterioros significativos… o puede recomponerse si ya se ha venido un poco abajo. He tratado con más detenimiento este tema y otros afines en mi libro "Asegurar el amor" el cual puedes adquirir en www.rialp.com Tomás Melendo Granados Catedrático de Filosofía Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga