La Espiritualidad del Sacerdote Diocesano

La Espiritualidad del Sacerdote Diocesano (1a parte) ¿Quien es el sacerdote diocesano? Es un hombre, un bautizado, un creyente llamado por Dios a un particular servicio en la Iglesia, viviendo de este modo concreto su seguimiento de Cristo; especificado siempre por el Sacramento del Orden. Investigación Por el Pbro. Lic. Félix Aguirre Lara. LA ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOTE DIOCESANO. ¿Quién es y cómo debe vivir? INTRODUCCIÓN. El clero diocesano, con cierto sentido de inferioridad, respecto del clero religioso y en ocasiones limosneando en otras escuelas espirituales, ha minusvalorado sus fuentes específicas de espiritualidad; a saber: el sacramento del Orden y la Incardinación. Dentro de su propia diócesis debe recuperar el patrimonio espiritual acumulado; cartas del obispo y predecesores, propuestas formativas, Ejercicios espirituales, y los estudios de la historia de la propia Iglesia particular (Cf. Mauricio Costa, Tra Identitá e Formazione, 210). Espiritualidad sacerdotal. Los sacerdotes como todos los fieles cristianos, reciben por el Bautismo la vocación a la santidad y están llamados a la perfección de la caridad. Con la llamada de Dios para la misión y el ministerio presbiteral reciben también, por el sacramento del Orden, una vocación específica a la santidad de vida que queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y que se compendian en su caridad pastoral[1]. “Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado”[2]. A este modo concreto de seguimiento del Señor y de vivir la fe en Cristo en el ejercicio del ministerio presbiteral como sacerdotes diocesanos seculares se le puede llamar, espiritualidad. I Las fuentes de la Espiritualidad Sacerdotal Diocesana. 1 Las fuentes[3]. 1.1 El Sacramento del Orden[4]. El Catecismo de la Iglesia Católica que recoge la enseñanza de la Tradición y el Magisterio, ubica el sacramento del Orden, dentro de los Sacramentos al servicio de la comunidad: “El Orden, y el Matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás”[5]. “Los que reciben el Sacramento del Orden son consagrados para «en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios»”[6]. Con la intención de dejar en claro, de modo breve, pero precisa, la naturaleza de este sacramento, agrega que: “El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado”[7]. El Código de Derecho Canónico nos ofrece otra síntesis sobre el sacramento del Orden. A la letra dice: “Mediante el sacramento del Orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir”[8]. No nos detendremos a considerar el nombre, la historia o evolución del sacramento; tampoco sus referencias veterotestamentarias. Fijaremos nuestra atención en Cristo que da razón y es fundamento del sacerdocio cristiano[9]. La identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad (dimensión trinitaria), que se revela y autocomunica a los hombres en Cristo (dimensión cristológica), constituyendo en Él y por medio del Espíritu (dimensión pneumatológica) la Iglesia como germen y el principio de ese reino (dimensión eclesiológica)[10]. Fundamento Cristológico. Por ser el fundamento de la identidad sacerdotal, quisiera abundar un poco más en esta dimensión. Primero, quiero retomar a la Pastores Dabo Vobis, que habla precisamente de una relación fundamental con Jesucristo. Nos dice que Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza. Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en su pasión, muerte y resurrección. Jesús, dice la Pastores, lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa del Padre (Cf. Heb 9, 24-26). Jesús es el buen Pastor anunciado (Cf. Ez 34), que conoce a sus ovejas una a una, que ofrece su vida por ellas. Es el Pastor que ha venido no para ser servido, sino para servir (Cf. Mt 20, 24-28), el que en la escena pascual del lavatorio de los pies (Cf. Jn 13, 1-20), deja a los suyos el modelo de servicio que deberán ejercer los unos con los otros, a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado para nuestra redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5,6.12). Con el único y definitivo sacrificio de la Cruz, Jesús comunica a todos sus discípulos la dignidad y la misión de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su propia imagen auténtica, sino que también recibe de Él una participación real y ontológica en su eterno y único sacerdocio al que debe conformarse toda su vida[11]. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza, Jesús llamó consigo, durante su misión terrena, a algunos discípulos (Cf. Lc 10, 1-12). Llamó y constituyó a los Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar (Mc 3, 14-15). Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión: “quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (Mt 10, 40). Jesús dice a los apóstoles: “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5): su misión no es propia, sino que es la misma misión de Jesús. Y esto es posible no por las fuerzas humanas, sino sólo con el don de Cristo y de su Espíritu. Y así los apóstoles, por la participación gratuita en la gracia de Cristo, prolongan en la historia, hasta el final de los tiempos, la misma misión de salvación de Jesús a favor de los hombres[12]. A su vez, los apóstoles instituidos por el Señor llevarán a cabo su misión llamando a otros hombres, como Obispos, presbíteros y diáconos, para cumplir el mandato de Jesús resucitado. Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado. “Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu (...) Los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre”[13]. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los confirma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores autorizados del anuncio del Evangelio a toda criatura[14]. Por su parte, el Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, subtitula esta dimensión cristológica como identidad específica y nos recuerda que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial (que es el que ahora nos interesa), están ordenados el uno al otro, pues uno y otro, cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo[15]. Agrega que en su peculiar identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo y específico[16]. “El sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer eficazmente actual la misión eterna de Cristo, de quien se convierte en auténtico representante y mensajero”[17]. 1.2 La Incardinación. “Por la recepción del diaconado, uno se hace clérigo y queda incardinado en una Iglesia particular (...) para cuyo servicio fue promovido”[18]. Esta segunda fuente, no está separada de la primera. En efecto, en razón del sacramento del Orden, cada sacerdote es insertado en el orden de los presbíteros y en una verdadera familia y unidad de fe. Aquello que los une, no proviene de un lazo meramente jurídico, aunque lo incluye, sino de la gracia misma del sacramento. La Incardinación en una determinada iglesia particular no es sólo un título de pertenencia al presbiterio concreto de una iglesia particular; constituye para el presbítero diocesano un auténtico vínculo jurídico, que tendrá también un significado y una relevancia para su vida espiritual. Del hecho de la Incardinación en una iglesia particular, deriva para cualquier presbítero toda una serie de relaciones al interno de la Iglesia, sobre todo con el obispo y con los otros sacerdotes. La pertenencia y la dedicación a la iglesia particular van consideradas como un valor espiritual y no sólo jurídico[19]. Así, la diocesanidad será un valor espiritual y cada iglesia particular tendrá su propio don espiritual, su carisma a desarrollar y del cual es partícipe el presbítero incardinado a ella. Ello, hará la diferencia a la hora de vivir la misma sacerdotalidad diocesana un sacerdote de la diócesis de Roma que uno de Milán[20]; o aplicándolo a mi realidad diocesana diría que, se vivirá de modo diverso la diocesanidad en Veracruz, que en Guadalajara, aún cuando ambas diócesis pertenezcan a un mismo país: México. El padre Esquerda Bifet, subraya que la pertenencia de los sacerdotes diocesanos se ve concretada por la Incardinación, y agrega que, dependen de su propio obispo en la espiritualidad y peculiaridad del apostolado, salvo siempre el campo de la vida estrictamente personal[21]. Subraya el aspecto pastoral del ministerio y por eso comenta también que en el ejercicio de la cura de almas ocupan el primer lugar los sacerdotes diocesanos; porque: a) Incardinados en una iglesia particular o adscritos a ella, se consagran plenamente a su servicio para apacentar una porción de la grey del Señor; b) Constituyen un solo presbiterio y una sola familia, cuyo padre es el obispo[22]. En el apartado VIII que trata sobre la formación espiritual, la Ratio Fundametalis Institutionis Sacerdotalis, aconseja que ya desde la preparación de los candidatos al sacerdocio, sean estos introducidos en la verdadera condición de la diócesis, para que conozcan las necesidades espirituales del clero y de los fieles y puedan cumplir más fructuosamente su futura misión pastoral[23]. Me parece una mención importante, pues partiendo del conocimiento real de tales necesidades, los seminaristas, después sacerdotes, podrán amar su propia diócesis hasta dar la vida por ella. Agrego, como conclusión de esta segunda fuente de la espiritualidad sacerdotal, una nota que tomo de una Instrucción, de la Congregación para el Clero, dirigida sobre todo a los párrocos, pero que creo, valga para todos los sacerdotes. Habla de la necesidad de que el sacerdote tenga la conciencia que su ser en una iglesia particular constituye, un elemento cualificante para vivir la espiritualidad cristiana: del sentido de lo universal en lo particular. Esto ya lo habíamos dicho, pero añade que, encuentra en su pertenencia y dedicación a la iglesia particular una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acciones, que configuran, sea su misión pastoral, sea su vida espiritual. Añade también que para entender y amar efectivamente la iglesia particular y la pertenencia y dedicación a ella, sirviéndola hasta el don de la propia vida, es necesario que el sagrado ministro sea siempre más consciente que la Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada iglesia particular. El presbítero, dice, debe tener bien claro que una sola es la Iglesia. La universalidad debe llenar de sí misma la particularidad[24]. Como conclusión de esta primera reflexión nos podemos preguntar: ¿Quien es entonces el sacerdote diocesano? Podemos decir, que es un hombre, un bautizado, un creyente llamado por Dios a un particular servicio en la Iglesia, viviendo de este modo concreto su seguimiento de Cristo; especificado siempre por el Sacramento del Orden. El sacerdote diocesano, es entonces, el hombre que encuentra el modo específico de vivir su espiritualidad sacerdotal, fundado en el sacramento del Orden y en la pertenencia y dedicación total a una diócesis o iglesia particular. Es también, un hombre llamado, consagrado y enviado para vivir de frente al Pueblo de Dios la caridad pastoral de Jesucristo desempeñando las funciones de enseñar, santificar y regir. Es también un enviado del Padre, por medio de Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y para la salvación del mundo. Todavía más; el sacerdote es una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de su Pueblo. Existe y actúa, personificando a Cristo y en su nombre. Podemos afirmar también como conclusión de este primer capítulo que el sacerdocio es un don supremo, que confiere la posibilidad de hablar y actuar en el nombre de Cristo, pero que puede ser desempeñado eficazmente sólo en la medida en que se esté unido a Cristo, mediante la inserción en el orden presbiteral y en comunión con el propio Obispo.