CON EL BAUTISMO, EL SEÑOR CONCEDE LA LUZ DE LA FE

10/01/2010 13.25.42 Con el Bautismo, el Señor concede la luz de la fe para que resplandezca en un mundo que camina entre las tinieblas de la duda Domingo, 10 ene (RV).- En la celebración de la fiesta del Bautismo del Señor, en un clima de ternura y alegría, Benedicto XVI ha presidido esta mañana, en el marco magnífico de la Capilla Sixtina, la Santa Misa durante la cual ha tenido “el gozo de administrar”, como él mismo ha dicho, el sacramento del Bautismo a siete niñas y siete niños recién nacidos “acogidos con alegría en la Comunidad cristiana, que desde hoy se ha convertido en su familia”. “La fe es un don que hay que descubrir, cultivar y testimoniar –ha explicado el Papa- Con esta celebración del Bautismo, el Señor concede a cada uno de nosotros vivir la belleza y la alegría de ser cristianos, para que podamos introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo”. Con la fiesta del Bautismo de Jesús, ha explicado en Papa en su homilía, “continúa el ciclo de manifestaciones del Señor, que ha iniciado en Navidad con el nacimiento en Belén del Verbo encarnado, contemplado por María, José, y los pastores en la humildad del pesebre. Ha tenido también una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se ha manifestado a todas las gentes. Hoy Jesús se revela, en las orillas del Jordán, a Juan, y al pueblo de Israel”. Es la primera ocasión en la que Él, como hombre maduro, entra en la escena pública, tras haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, al cual acude un gran número de gente, en una escena insólita. “El suyo es un bautismo de penitencia. Un signo que invita a la conversión, a cambiar vida, porque se acerca Aquel que ‘bautizará en Espíritu santo y fuego’. De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo quedando inmersos en el egoísmo y en las costumbres arraigadas al pecado”. También Jesús abandona la casa y las normales ocupaciones para llegar al Jordán. Llega en medio de la multitud, que está escuchando al Bautista y se pone en fila como todos los otros, a la espera de ser bautizado. Juan a penas lo ve intuye que en aquel Hombre hay algo único, que es el misterioso Otro que esperaba y hacia el cual está orientada toda su vida. Comprende que está delante de Alguien más grande que él. “En el Jordán, Jesús, sin embargo se manifiesta con una extraordinaria humildad, que recuerda la pobreza y la simplicidad del Niño acostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los cuales, al final de sus días terrenos, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la humillación terrible de la cruz”. “El Hijo de Dios, Aquel que está sin pecado, -ha afirmado el Pontífice- se pone entre los pecadores. Muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre”. Jesús toma sobre sus hombros el peso de la culpa de la entera humanidad, “inicia su misión poniéndose en nuestro lugar, en la perspectiva de la cruz”. Salido del agua, recogido en oración tras el bautismo, llega el momento esperado por los profetas: “De hecho, el cielo se abrió y descendió sobre Él el Espíritu Santo; se oyeron palabras nunca escuchadas antes: Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si son los ángeles los que anuncian a los pastores el nacimiento del Salvador, y es la estrella la que advierte a los Magos venidos de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia en el mundo su Hijo y el que invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. “El Evangelio, de hecho, es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Éste, prosigue el Aposto Pablo, nos enseña a renegar la impiedad y los deseos mundanos y a vivir en este mundo con sobriedad, con justicia, y con piedad; es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según el mandato de Dios. Podemos decir que también para estos niños hoy se abren lo cielos. Ellos reciben el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad sus corazones”. El rito del Bautismo ha afirmado asimismo Benedicto XVI, llama con insistencia al tema de la fe. El Celebrante lo recuerda a los padres que piden el bautismo para sus propios hijos. Ellos se asumen la tarea de “educarles en la fe”, para que la vida divina que reciben en don, sea preservada del pecado y crezca día a día. La fe representa el tema central del Sacramento. “Queridos amigos, hoy para estos niños es un gran día. Con el bautismo, ellos, convertidos en partícipes de la muerte y resurrección de Cristo, inician con Él la aventura gozosa y exaltadora del discípulo. La liturgia la representa como una experiencia de luz. De hecho, entregando a cada uno el cirio encendido en el cirio pascual, la Iglesia afirma: ‘Recibís la luz de Cristo’”. En esta luz los niños bautizados deberán caminar toda su vida, ayudados por las palabras y el ejemplo de sus padres, padrinos y madrinas: “Todos ellos deberán empeñarse para alimentar con las palabras y el testimonio de sus vidas, las llamas de la fe de estos niños, para que pueda resplandecer en este mundo nuestro, que a menudo va a ciegas entre las tinieblas de la duda, la luz del Evangelio que es vida y esperanza. A continuación les ofrecemos el texto íntegro de la Homilía del Santo Padre: ¡Queridos Hermanos y hermanas! Hoy, Solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia de la gruta de belén, a través de los Magos provenientes de Oriente, ilumina a la entera humanidad. La primera lectura, tomada del Libro del profeta Isaías, y el pasaje del Evangelio de Mateo, que hemos escuchado hace poco, colocan una junto a la otra, la promesa y su cumplimiento, en aquella particular tensión que se constata cuando se leen de corrido pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. He aquí aparecer ante nosotros la espléndida visión del profeta Isaías el cual, después de las humillaciones sufridas por el pueblo de Israel por parte de las potencia de este mundo, ve el momento en el cual la gran luz de Dios, aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se postrarán frente a El, vendrán de todos los confines de la tierra y colocarán a sus pies sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo vibrará de gozo. En cuanto a tal visión, aquella que nos presenta el evangelista Mateo resulta pobre, nos parece imposible reconocer el cumplimiento de las palabras del profeta Isaías. En efecto, llegan a Belén no los reyes potentes de la tierra, sino Magos, personajes desconocidos, tal vez vistos con desconfianza, y en cualquier caso no dignos de particular atención. Los habitantes de Jerusalén han sido avisados de lo ocurrido, pero no consideran necesario incomodarse, y ni siquiera en Belén parece que haya alguno que se preocupe por el nacimiento de este Niño, llamado por los Magos, Rey de los Judíos, o de estos hombres venidos de Oriente que van a visitarlo. Poco después - cuando el rey Herodes hace comprender quién es el que detenta el poder, obligando a la Sagrada familia a escapar a Egipto y ofreciendo una prueba de su crueldad con el exterminio de los inocentes- el episodio de los Magos parece haber sido borrado y olvidado. Es, entonces comprensible que el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos estén atraídos más por la visión del profeta que por la sobria narración del evangelista, como también dan testimonio las representaciones de esta visita en nuestros nacimientos, donde aparecen los camellos, los dromedarios, los reyes potentes de este mundo que se arrodillan ante el Niño y colocan a sus pies sus dones en cofres preciosos. Sin embargo es necesario brindar mayor atención a aquello que los dos textos nos comunican. En realidad ¿qué cosa ha visto Isaías con su mirada profética? En un solo momento, él revela una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero también el evento que Mateo nos narra no es un episodio breve que puede ser relegado y que concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus propias tierras. Por el contrario, es un inicio. Aquellos personajes provenientes del Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a través de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la Estrella, saben caminar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, Aquel que en apariencia es débil y frágil, pero que -en cambio-, tiene el poder de donar el gozo más grande y más profundo al corazón del hombre. En El, se manifiesta la estupenda realidad de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, que su grandeza y potencia no se expresan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es solamente aquella del amor que se confía a nosotros. En el camino de la historia, siempre hay personas que están iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a El. Todas ellas viven, cada una a su manera, la misma experiencia de los Magos. Ellos han llevado oro, incienso y mirra. No son ciertamente dones que responden a necesidades primarias o cotidianas. En aquel momento la Sagrada Familia habría –ciertamente- tenido mucha más necesidad de algo diferente del incienso y de la mirra, y ni siquiera el oro podía serles de inmediata utilidad. Pero estos dones tienen un significado profundo: son un acto de justicia. En efecto, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que a partir de aquel momento los donantes pertenecen al soberano y reconocen de él su autoridad. La consecuencia que de ello deriva es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su camino, ya no pueden regresar a donde está Herodes, ya no pueden estar aliados con aquel soberano potente y cruel. Han sido conducidos para siempre por el camino del Niño, aquél que los hará descuidar a los grandes y a los potentes de este mundo y los llevará hacia Aquel que nos espera entre los pobres, el camino del amor, el único capaz de transformar al mundo. Entonces, no solamente los Magos se han puesto en camino, sino que, con su acto, ha iniciado algo nuevo, ha sido trazado un nuevo camino, ha descendido sobre el mundo una nueva luz que no se apaga. La visión del profeta se realiza: aquella luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y estarán iluminados por el gozo que solamente El sabe dar. La luz de Belén sigue resplandeciendo en todo el mundo. A cuantos la han acogido San Agustín recuerda “de igual forma… nosotros, reconociendo a Cristo nuestro rey y sacerdote, muerto por nosotros, lo hemos honrado como con oro, incienso y mirra. Nos falta ahora testimoniarlo, volviendo a emprender una nueva vida, volviendo por un camino distinto del que hemos venido”. Por lo tanto, si leemos juntos la promesa del profeta Isaías y su cumplimiento en el Evangelio de Mateo en el gran contexto de toda la historia, aparece evidente aquello que nos ha sido dicho, y que en el pesebre (nacimiento) tratamos de reproducir, no es un sueño y tampoco un vano juego de sensaciones y de emociones, carentes de vigor y de realidad; es la Verdad que se irradia en el mundo aunque parezca que Herodes es más fuerte y aquel Niño parezca poder ser relegado entre aquellos que no tienen importancia, o incluso pisoteado. No obstante, solamente en aquel Niño se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los siglos, porque bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el mundo. Sin embargo, y si bien los pocos de Belén se hayan convertido en muchos, los creyentes en Jesucristo parecen ser siempre pocos. Muchos han visto la estrella, pero solamente pocos han comprendido el mensaje. Los estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la palabra de Dios. Estaban en grado de decir sin alguna dificultad qué cosa se podía encontrar en ella sobre el lugar en el que el Mesías habría nacido, pero, como dice San Agustín: “Sucedió con ellos como ocurre con las señales de los caminos: dieron indicaciones a unos viajeros en camino, pero ellos permanecieron inertes e inmóviles”. Entonces nos podemos preguntar: ¿Cuál es la razón por la cual algunos ven y encuentran y otros no? ¿Qué cosa aparece ante los ojos y el corazón? ¿Qué cosa le falta a quienes permanecen indiferentes, a quienes indican el camino pero no se mueven? Podemos responder: el exceso de seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de ya tener formulado un juicio definitivo sobre las cosas transforma en cerrados e insensibles sus corazones a la novedad de Dios. Están seguros de la idea que se apropiaron del mundo y ya no se dejan más sorprender en lo íntimo por la aventura de un Dios que los quiere encontrar. Colocan su confianza más en sí mismos que en El y no consideran posible que Dios siendo tan grande se pueda hacer pequeño para acercarse verdaderamente a nosotros. Al final, aquello que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también el valor auténtico, que lleva a creer en aquello que es verdaderamente grande, aún si se manifiesta en un Niño inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de sorprenderse, y de salir de sí para emprender el camino que indica la estrella, el camino de Dios. Pero el Señor tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos. Queremos, entonces, pedirle que nos de un corazón sabio e inocente, que nos consienta de ver la estrella de su misericordia, de emprender su camino, para encontrarlo y ser inundados por la gran luz y el verdadero gozo que El ha traído a este mundo. Amén! Solemnidad de la Epifanía, Basílica de San Pedro, 6 enero 2010