A cortarle la cabeza al rey

A cortarle la cabeza al rey Jorge Javier Romero El Universal Martes 21 de septiembre de 2010 Los mexicanos del siglo XIX se pasaron más de medio siglo en guerras sucesivas para definir quién se hacía con el poder. Era un reacomodo natural. Primero, en simple jaloneo entre caudillos; después entre proyectos nacionales excluyentes. Al final, tanto el caudillo civil Juárez como el caudillo militar,Díaz, se justificaron en la venerada Constitución de 1857, liberal y democrática, pero sólo simularon su cumplimiento y negociaron con la desobediencia de todos los grupos: de la Iglesia, de los pueblos, de los caciques y los hombres fuertes locales, de los empresarios. Y aceptaron esa negociación, precisamente porque su legitimidad se basaba en la ficción aceptada de que habían sido elegidos por el pueblo, cuando todo mundo sabía que las elecciones no eran más que un mero montaje. Por ello, la Constitución de 1857 resultó un fracaso, como lo habían sido la de 1824, la de 1836 y la de 1843. La diferencia fue que se pudo gobernar en su nombre mientras que los fracasos de las anteriores habían conducido a la inestabilidad permanente. No era suficiente. La Constitución de 1917 emergió como el proyecto de los vencedores de la Revolución. Sólo el lado constitucionalista fue representado en el congreso que la elaboró. De ahí una de sus debilidades principales, pues, como sus antecesoras, había tenido un halo de imposición y una buena dosis de imposibilidad de ser aplicada por un Estado todavía a medio construir. Así que, de nuevo, para gobernar en paz, la única posibilidad fue la de permitir la violación limitada de sus mandatos, de acuerdo con la capacidad de negociación, presión o corrupción de cada cual que quisiera hacerlo. La estabilidad política sólo se alcanzó cuando se pactó que cada presidente tuviera los mismos atributos de Porfirio Díaz, incluso ampliados por la facultad de modificar a su arbitrio los derechos de propiedad, pero sólo por seis años y sobre la misma ficción aceptada, que la legitimidad en el ejercicio del poder provenía del respaldo electoral. Una democracia simulada con ciudadanía simulada. Cuando al fin las elecciones se convirtieron en el mecanismo efectivo para repartir el poder a partir del pacto político de 1996 que hizo autónomo al IFE, los políticos que habían logrado romper con el monopolio creyeron lo mismo que había creído Madero en 1910: que el problema no eran las normas, sino los hombres que no las cumplían. Bastaría entonces con que el texto constitucional entrara en vigor para que las cosas marcharan bien. Equivocaban el cálculo. Casi dos décadas después es evidente para todos que con esas reglas no se puede gobernar, pues no existen mecanismos para que el presidente construya mayorías favorables a sus programas en el Congreso. Sin embargo, a la hora de reformar, quisieran que el arreglo constitucional permitiera volver a la antigua presidencia omnímoda. Hay una sensación de entrampamiento. En el imaginario colectivo de los políticos mexicanos de hoy, persiste la idea del monarca, del hombre fuerte, del Presidente priísta que toma las decisiones en última instancia y del que se puede esperar protección e impulso, siempre y cuando se le demuestren disciplina y lealtad. No estaría mal que el tercer siglo de México comenzara con una nueva sacudida institucional, pero el gran progreso radicaría en que por primera vez se tratara de un cambio no provocado por la guerra e impuesto por los triunfadores, sino de una transformación que buscara el consenso en aquello que las sociedades democráticas desarrolladas han demostrado que se puede alcanzar: el acuerdo en las reglas de distribución del poder, en los derechos de cada uno y en las garantías para hacerlos valer. Es posible con voluntad. Los políticos que pactaran las nuevas reglas deberían resolver, en primer lugar, el tema de la aceptación generalizada de la ley. Una nueva constitución que fuera vista como un marco razonable para la convivencia y para hacer avanzar los diversos proyectos individuales y colectivos, no como el proyecto de Nación de una facción, que fuera resultado de un proceso democrático incluyente bien liderado. En segundo término, deberían construir un arreglo político que permita la gobernación eficaz sin recortar la pluralidad. Un arreglo que resuelva el recurrente conflicto entre el Legislativo y el Ejecutivo, con incentivos claros para la formación de coaliciones estables de Gobierno y que permita alinear bien los incentivos individuales de los líderes políticos con los de sus partidos y seguidores. Con un poder judicial independiente y eficaz para sancionar las violaciones a las reglas, sin clientelismo ni corrupción. Un régimen que no deje fuera a los líderes derrotados, de manera que puedan mantenerse en la escena política como líderes de la representación de sus partidos y no tengan que recurrir a la insurrección, como a Guerrero, o la formación de gobiernos “legítimos”, como Vasconcelos o López Obrador. Un arreglo que defina con claridad los liderazgos políticos y se base en un sistema de partidos sólidos, pero sin protecciones restrictivas a la aparición de nuevos proyectos. Unas reglas que propicien gobiernos fuertes pero democráticos en los que la voluntad general no encarne en un solo hombre, sino en líderes políticos que representen programas. Las formas concretas de lograr todo ello están a la mano. Basta con observar cómo funciona la mayoría de las democracias que se han desarrollado a partir de la Segunda Guerra Mundial. Pero para lograrlo es necesario que los mexicanos nos decidamos de una vez por todas a hacer lo que hicieron los ingleses en 1649 y los franceses en 1793: cortarle la cabeza al rey, aunque en nuestro caso sólo de manera metafórica. Es hora de dejar de pensar en presidentes como don Porfirio y comenzar a pensar en gobernantes que derivan su fuerza de acuerdos claros y sancionables. Hacia allá debemos ir. Politólogo