Los retos de la Iglesia en el México de nuestros días, discurso del Dr. Jorge E. Traslosheros a Caballeros de Colón

Los retos de la Iglesia en el México de nuestros días Jorge E. Traslosheros Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Nacional Autónoma de México Esta es la consigna que hoy os dejo, queridos amigos: sed discípulos y testigos del Evangelio, porque el Evangelio es la buena semilla del reino de Dios, es decir, de la civilización del amor. Benedicto XVI Versión para imprimir (pdf 58kB) (Discurso de Marzo de 2008 dado a los cuatro consejos de la orden de Caballeros de Colón en México) Con agrado he recibido la invitación para compartir algunas reflexiones sobre la situación de nuestra Iglesia y la cultura en el país. Escribo desde mi condición de laico dedicado profesionalmente a la investigación de la historia de la Iglesia y de la justicia. Divido mis reflexiones en tres momentos: sobre la sociedad, sobre la Iglesia en México y sobre los retos que enfrentamos para construir lo que Benedicto XVI ha llamado "la civilización del amor". Nuestra sociedad México vive una época de cambio. Vamos penosamente pasando de una sociedad de corporaciones dominadas por un aparato estatal autoritario de partido único; a otra diversa, plural, con una sociedad civil en formación que necesita encontrar caminos de convivencia más o menos armoniosos y, en el esfuerzo, desarrollar una democracia incluyente, participativa y respetuosa de los derechos fundamentales del ser humano, en especial a la vida, la justicia y la libertad como condición mínima indispensable en la construcción del bien común. Tantos años de férreo control estatal generó una sociedad enana no sólo en lo político, sobre todo en el terreno de la convivencia cotidiana y en su dimensión ética. No debe sorprendernos, entonces, observar a nuestra sociedad sumida en una crisis cultural entre cuyas expresiones más elocuentes se encuentra la violencia del crimen organizado y del crimen cotidiano, la corrupción, la ineficiencia del sistema educativo, lo inoperante del sistema de procuración y administración de justicia y la desesperante lentitud con la que actúan los órganos del Estado, sobre el poder legislativo, para implantar y desarrollar su reforma. No obstante, lo más grave de todo y que hace evidente la profundidad de la crisis es la ausencia de una ciudadanía fuerte, responsable y propositiva capaz de tomar su destino en sus propias manos y de poner bajo su control a la clase política. La crisis que vive nuestra patria se expresa en la convivencia política y social; pero su fondo es cultural. Hemos perdido de vista el valor de la persona humana, hemos olvidado que la gloria de Dios es que el Hombre viva y que tenga vida en abundancia. Todo indica que el reto de hoy y de cara al siglo que empieza es de índole cultural, que el gran debate es por la cultura porque se ha puesto en cuestión el valor de la persona humana. No olvidemos que la cultura son formas organizadas de convivencia humana y que el contenido de estas relaciones depende de la comprensión que se tenga del ser humano, lo que resulta válido en las relaciones interpersonales, como en lo grandes proyectos históricos. Pensamiento y acción están íntimamente unidos. En esta lógica es posible identificar dos grandes propuestas, dos grandes proyectos culturales en juego. Por un lado, se propone una visión relativista y utilitaria del ser humano que niega la posibilidad de acceder a la verdad, que desconfía de la razón, reduciendo la realidad y por lo mismo lo que es el Hombre a un asunto de percepción, a la simple opinión de personas o grupos en conflicto. Un relativismo por el cual se reduce al ser humano a un objeto de uso en su vida, cuerpo y pensamiento. Frente a esto se levanta la propuesta de una cultura centrada en la persona y la dignidad humana como principio y fundamento de toda convivencia, confiados en que la razón es un don invaluable para buscar la verdad, en equilibrio con valores éticos y religiosos. Por un lado, se promueve la construcción de una democracia formalista en donde la acción política y los derechos de las personas dependan de la decisión de quienes detenten el poder del Estado, sin importar mucho el contenido de estos derechos. Por otro lado, se propone la construcción de una democracia sustantiva erigida sobre el respeto sin regateos a los derechos fundamentales de todo ser humano, principalmente a la vida, la justicia y la libertad, en forma tal que no puedan ser derogados ni siquiera por una mayoría calificada de diputados; mucho menos por el capricho de algún gobernante. Por un lado, se pretende construir una sociedad formada por individuos dispersos, sin compromiso comunitario fuera de la conveniencia personal de grupo, en donde la libertad se entiende como el simple cumplimiento del deseo sin responsabilidades ni consecuencias. Por otro lado, se quiere una sociedad de ciudadanos comprometidos y responsables con el bien común, para los cuales elejercicio de la libertad es un acto solidario. Por un lado, se busca construir la sociedad sobre el principio de la ley del más fuerte, en donde el abuso es cotidiano y legalmente tolerado e incluso promovido como en el caso del aborto, la eutanasia, la eugenesia, la experimentación con embriones humanos, la usura del capital financiero, la expansión de la epidemia del hambre y la miseria, el capitalismo salvaje, el mercantilismo sin control alguno, etc. Por otro lado, se quiere una sociedad que se levante sobre el principio de la ley del más débil, en donde el necesitado, el excluido sea el espejo donde miremos nuestra humanidad hasta comprender que todo aquello que requiere el más débil para vivir dignamente es lo mismo que cualquier persona necesita para una vida buena, bella y justa; hasta hacer carne la idea misma de que la taza que mide el desarrollo de una sociedad es lo que ésta sea capaz de hacer por amor y en solidaridad con los más débiles, más allá de estadísticas y discursos políticos, lo que sea capaz de construir desde el corazón mismo del ser humano y actuar en consecuencia. Es importante hacer notar que ese proyecto relativista y utilitario que reduce al ser humano a un objeto (que Juan Pablo II llamó con brusquedad la cultura de la muerte), no se identifica con un grupo social o partido político en específico. Son distintos grupos que se ubican en todo el espectro social y abarcan distintos ámbitos políticos. Unos reprueban el aborto, pero promueven la pena de muerte. Otros más dicen defender la causa de los pobres, pero impulsan la eutanasia, la eugenesia y el aborto, otros más rompen lanzas a favor de la vida, pero el capitalismo salvaje no les molesta. Lo importante es darnos cuenta de que, por encima de contradicciones, están movidos por la misma idea utilitaria del Hombre. Por otro lado, también queda claro que el proyecto de una cultura centrada en la dignidad humana es coherente, sencillo, claro y válido para toda la humanidad con independencia de sistemas políticos, de culturas o religiones. ¿Quién no quisiera una vida bella, buena y justa? De eso se trata. También de entender que esa cultura es la que propone la Iglesia Católica Apostólica Romana. Bien podemos decir que, ante ello, ser católico es un honor. En suma, me parece que el gran reto en esta época de cambio para nuestro México es la formación de una nueva ciudadanía capaz de llevar adelante la construcción de una cultura centrada en la dignidad de la persona humana, capaz de construir la civilización del amor. Me queda igualmente claro que nosotros, como católicos, como comunidad de bautizados, tenemos una tarea irrenunciable que cumplir ante la cual cabe preguntarnos si estamos preparados para semejante empresa. La Iglesia Católica en el México de hoy La historia de la Iglesia Católica Apostólica, por igual romana que ortodoxa, en cualquier parte del mundo, no fue sencilla en el siglo XX. En todos lados tuvo que enfrentar los embates del Estado Nacional en cualquiera de sus formas, ya sea liberal, fascista, nacionalsocialista, comunista, populista, etc. Debido a sus pretensiones de controlar y dirigir la vida de todos los ciudadanos, en especial en el ámbito cultural, vio en las religiones, incluida la católica, el enemigo contra el cual enderezar sus principales ataques. No podemos olvidar que las religiones son poderosas fuerzas productoras de cultura por lo que los dirigentes de los Estados, sin importar su signo político, tratan de controlar, domesticar o desaparecer. Durante el siglo XX, como en nuestros días, el derecho fundamental a la libertad religiosa, es decir, el derecho que todos tenemos de expresar y vivir en lo individual y colectivo, en lo público y en lo privado nuestra religión sufrió y sufre graves ataques. La historia de la Iglesia Católica en México no fue un caso de excepción en el siglo XX y bien podemos ubicar cuatro grandes momentos. Primero, la persecución de 1914 a 1938; segundo, la recuperación parcial en un contexto de control y acoso a sus miembros; tercero, los tiempos de confusión a partir de los años sesentas y; por último, los de definición en los cuales nos encontramos. Entre 1914 y 1938 la Iglesia en México vivió un largo periodo de persecución abierta, sin disimulos ni treguas por parte de los grupos revolucionarios más radicales y jacobinos que se alzaron con el poder. Sin justificación alguna emprendieron una política de represión y violencia contra los católicos con el fin de expulsarlos de la escena pública. El momento más álgido fue la Cristiada, pero de ninguna manera se reduce a ella. La destrucción de los espacios religiosos y de formación cultural católica fue implacable. Nuestros mártires dan testimonio de ello. Finalmente, en 1938 se llega a una forma de convivencia inequitativa, pero sin violencia explícita. El segundo periodo abarca de 1938 hasta los albores del Concilio Vaticano II, nuestra Iglesia poco a poco se recuperó, se reorganizó, reconstruyó sus espacios de culto; pero siempre acompañada del temor. Si bien es cierto que la religiosidad popular se volvió a expresar con relativa apertura; no fue el caso de los sectores políticos, académicos e intelectuales católicos contra los cuales se mantuvo un acoso constante, una especie de persecución de baja intensidad. A los académicos e intelectuales católicos se les condenó públicamente y, en los ámbitos de gobierno, en la academia y en los de la política oficial se les presionó para que escondieran o de plano negaran su fe. Se indujo así una actitud vergonzante entre los católicos, sobre todo en los medios productores de cultura. El daño fue grande generando un problema que seguimos arrastrando: por un lado, una religiosidad popular con gran presencia que se agota en sí misma y, por otro, una intelectualidad católica ausente de los espacios culturales en particular y de los públicos en general. A partir de la década de los sesentas se entró en una etapa de confusión. Las enormes bendiciones del Concilio Vaticano II y de las distintas Conferencias del Episcopado Latinoamericano no se asimilaron en todos lo grupos de manera razonable y surgieron confusiones doctrinales que nos llevaron a contradicciones y confrontaciones estériles. Cada grupo parecía reivindicarse como el de los verdaderos, los auténticos católicos. Se instaló una actitud puritana de "derecha" y de "izquierda" que a final de cuentas resultaba ser lo mismo, aunque se les llamara de distinta manera: integristas, revolucionarios, clericalistas, laicistas, liberacionistas, yunkeros, cristianos por el socialismo o por la seguridad nacional, cada quien usaría para sí el adjetivo que mejor le conviniera y lanzaría a los otros el que mejor le pareciera para ofender y descalificar. Los extremos se tocaron en sus actitudes de intolerancia, confrontación e intentos por manipular a la Iglesia para conseguir fines políticos intra y extra eclesiásticos. La sociologización y la politización de la fe conocieron sus años de gloria. A una intelectualidad ausente y una religiosidad popular limitada, se sumó la confusión y la confrontación al interior de la Iglesia. El panorama no era nada alentador para la comunidad de los bautizados. Por fortuna, hay serios indicios que nos señalan que esa época va pasando y que hoy, en México, tenemos una Iglesia que vive tiempos de definición que apuntan a la recuperación de una identidad y presencia social, con un proyecto cultural sólido, coherente, del todo en armonía con el Evangelio. Sobre la situación de la Iglesia observo lo siguiente. Con frecuencia escuchamos de lo escaso del clero y de su mala formación. Francamente en lo primero no veo mayor problema. La Iglesia no necesita ni mucho ni poco clero, ya sea regular o secular, sacerdotes o consagrados. Lo que la Iglesia necesita es buenos sacerdotes, religiosos y religiosas fieles a su misión y carisma, lo que por necesidad implica una excelente formación espiritual y también intelectual, en este orden. Un párroco, un religioso o una religiosa que dan testimonio de su fe, mueven montañas. Esto ha sido y sigue siendo una regla de oro en la historia de la Iglesia. Benedicto XVI lo ha señalado en reiteradas ocasiones. No hace falta mucho clero, sino un clero ejemplar. Lo que sí es cierto es que ha llegado la hora de que los laicos asumamos nuestra responsabilidad de bautizados y nos hagamos responsables de la misión, talentos y carismas que Dios nos ha entregado. Me parece evidente que la Iglesia tiene el laicado mejor formado de toda su historia, experto en las más diversas disciplinas científicas y humanas, con presencia en todos los rincones de la sociedad, pero que necesita reforzar su compromiso con la fe hasta ser capaz de dar razones de su esperanza, por igual en el ámbito de la Iglesia que en el mundo. Por un lado, el laico parece refugiarse en el anonimato; por otro, visto a la luz de lo sucedido en el último año en el debate por la vida, muchos más están dispuestos a dar la cara si se le da la oportunidad. Existe un laicado que ya es mayor de edad, dispuesto a actuar y muy capaz de construir en un lenguaje racional, con acciones propias de ciudadanos responsables, propuestas razonables en el terreno de la cultura, así como de gestar y dirigir los más diversos proyectos en beneficio de la sociedad y de la Iglesia. Es precisamente entre nosotros los laicos donde aprecio el mayor reto de la Iglesia en nuestros días. El punto más débil está en los laicos que ejercemos funciones culturales de impacto público, ya sea en la vida académica (desde el jardín de niños hasta la universidad), en la política, en las parroquias o en cualquier otro oficio como pudiera ser el periodismo. Quienes nos dedicamos a trabajar en la cultura tenemos problemas de coherencia -por decirlo suavemente- que nos impiden actuar con serenidad, inteligencia y libertad. Explicaciones a este asunto sobran, como lo es una historia de casi cien años de acoso cultural contra los católicos en México; pero lo que sirve para explicar, no siempre sirve para justificar y tal es el caso. Cuatro me parecen las situaciones más ilustrativas. Primero, la de quienes viven con la intención de pasar desapercibidos, que prefieren vivir a la sombra que adquirir compromisos por mínimos que éstos sean: son los católicos anónimos. Obvio es decir que no nos referimos a quienes por necesidad de supervivencia, por ejemplo laboral, se ven obligados a las catacumbas. En segundo término están quienes, viviendo casi en la esquizofrenia, actúan en la vida pública ocultando su propia fe e identidad de bautizados escudados en mil pretextos, evitando que sus "creencias se mezclen con sus convicciones", como escuché decir a un diputado de la Ciudad de México al justificar su posición a favor del aborto: estos son los católicos vergonzantes. En tercer término, podemos identificar a quienes, decididos a congraciarse con las normas de la corrección política, se declaran "católicos críticos" al grado de tomar iniciativas y promover causas que se agarran a cachetadas con una mínima convicción de fe, que se legitiman ante los medios culturales pegándole de patadas a la Iglesia: son los católicos "patones". No deben confundirse con aquellos a quienes Dios ha dado el don de ver las llagas en el cuerpo de la Iglesia –que es el de Cristo- y, que desde su amor al Crucificado, en comunión con la Iglesia, buscan su purificación. Un patón jamás será un profeta; y un profeta se mueve por amor, no por la corrección política. Por último, que no al último, quiero mencionar a los católicos "manipuladores", que pretenden usar a la Iglesia como instrumento en sus aspiraciones políticas de tal suerte que, cuando no se les concede su capricho, brincan a la tercera o segunda categorías. Su ubicuidad es sorprendente y se les encuentra en todo el espectro político, evidentes en la izquierda, gatopardeados en el centro, ocultos a la sombra en la derecha, pero a final de cuentas son lo mismo. Como sea, me parece que lo más importante es tener en claro que todos los laicos corremos el riesgo de ser, en distintos momentos de nuestra vida, católicos anónimos, vergonzantes, patones o manipuladores. No obstante, tenemos la obligación de evitarlo, de revisar nuestra actuación de manera constante, con oración y discernimiento. Como bautizados estamos llamados, insisto, a dar testimonio de nuestra fe y razones de nuestra esperanza. Hoy, por fortuna, vivimos una iglesia en la cual los carismas y las acciones concretas dentro y desde la Iglesia se han diversificado como nunca antes en la historia. Existe una proliferación de grupos que, inspirados por la fe, emprenden las más distintas acciones desbordando muchos de ellos los límites de las parroquias y los obispados, pero siempre dentro de la Iglesia. Este fenómeno también se aprecia en los grupos incorporados directamente al trabajo parroquial y episcopal. Una Iglesia rica en carismas es capaz de hacerse presente en todos los ámbitos de la sociedad. Será labor de nuestros pastores congregarnos para unir la diversidad por la diversidad. Tengo la impresión de que nuestro episcopado se debate entre confiar en su laicado o ceder a la tentación de controlarlo directivamente. Yo estoy más inclinado a creer que lo primero va ganando terreno a pasos agigantados. Otra vez, si la experiencia reciente del debate por el aborto nos enseña algo, entonces podríamos estar ante unos obispos que abren su corazón a la participación de los laicos en su gran diversidad, que les escuchan con atención y a quienes, sin pretender dirigir, acompañaron con afecto y cercanía pastoral. De esto doy testimonio personal. Los retos de la Iglesia Ante la transición que vive la sociedad y los tiempos de definición que vive nuestra Iglesia, me parece que los retos son claros y que, en su conjunto son elementos importantes en la conformación de un proyecto. Las ideas que aquí expreso han de revisarse, como todo cuanto he anotado, a la luz de la CELAM de Aparecida y de los documentos del concilio Vaticano II, muy en especial cuando tratan del ser de la Iglesia y los laicos. Primero. Ha llegado el momento de decidirse de una vez por todas a ser levadura, sal de la tierra, granos de mostaza en la construcción de una cultura centrada en la dignidad humana, respetuosa de los derechos fundamentales a la vida, la justicia y la libertad que, entre otros ámbitos también se exprese en la formación de una nueva ciudadanía y de una democracia sustantiva. En otras palabras, responder al llamado de Benedicto XVI para construir la civilización del amor. Segundo. Bien dicen que la oración no lo es todo; pero que sin ella no hay nada. Toda vez que es el principio y fundamento de la vida del cristiano, resulta urgente recuperar la vida de oración para todos los miembros de la Iglesia, así en la vida personal y familiar, como en las manifestaciones comunitarias. Hay que recuperar la presencia de Dios en todos nuestros actos hasta aprender a ser contemplativos en la acción. Me parece de especial importancia recobrar el esplendor y dignidad de la liturgia dominical. No quiero decir con esto “fastuosidad”, mucho menos transformarla en espectáculo; lo que quiero decir es profundidad, belleza y sencillez. Para la mayoría de nosotros los laicos la misa es nuestro ejercicio espiritual de la semana y es difícil que tengamos algún otro. Nada más desalentador que asistir a un trámite de burocracia religiosa; nada más reconfortante y alentador que sentir a Dios en la celebración comunitaria, en esas cuatro comuniones que conforman la misa: con la misericordia de Dios, con su Palabra, con la presencia de Cristo en la eucaristía y con el pueblo de Dios. Tercero. Una escuela muy importante de oración y evangelización es la religiosidad popular de la cual todos somos partícipes. Estos gestos cotidianos, estas fiestas, ceremonias, altares, procesiones, peregrinaciones y verbenas del pueblo creyente son un medio práctico y eficaz para hacer presente a Dios en la vida diaria. Por igual las expresiones íntimas y familiares, como las comunitarias y festivas, desde el pequeño rosario colgado del retrovisor el auto, hasta los grandes vía crucis, pertenecen a lo más profundo de la experiencia religiosa de los católicos y son manifestación del evangelio auténticamente culturizado. No podemos permitir que se nos diluya en la confusión o en simples expresiones de "folclor popular". Estas formas de la vida religiosa son también un medio de evangelización insustituible. Motivar, promover, purificar en Cristo nuestra religiosidad es tarea inaplazable. La fe, la razón y el sentimiento son una unidad. La experiencia religiosa debe estar llena de contenidos comprensibles para el creyente. Lo que se ve, se siente, lo que se capta con los sentidos e inflama el alma, también alimenta nuestro entendimiento y dispone el corazón para la acción. Cuarto. Creo que la confusión doctrinal vivida en las últimas décadas subsiste en muchos aspectos y que se muestra en la “pena” y en la duda sobre la propia fe y creencias. Con frecuencia escucho la necesidad de muchos laicos de tener argumentos sólidos y claros, auténticas herramientas para hacer valer aquello en lo que honestamente creen, en otras palabras, ideas claras para dar razones de su fe. Esta es una tarea de formación, pero sobre todo de difusión de la cultura católica que incumbe a la Iglesia en su conjunto, así laicos, como clérigos. No podemos pasar por alto el gran nivel del magisterio pontificio de los últimos años, muy en particular el de Benedicto XVI, que por su pertinencia, claridad y sencillez merece ser difundido con mayor vigor, empezando por las parroquias. Hacía siglos que la Iglesia no tenía un Papa con esta extraordinaria habilidad de expresar en forma tan sencilla lo que abunda en el corazón de los creyentes. Quinto. Toda vez que el gran debate de nuestro tiempo es por la cultura, me parece urgente formar, construir, organizar una “inteligencia” católica, es decir, que los académicos e intelectuales sean capaces de proponer y dialogar con un mundo plural y diverso, siempre en amoroso compromiso con el magisterio y con la comunidad de fieles, en diálogo con la religiosidad del pueblo, fieles a la doctrina de la Iglesia y orientados por la su doctrina social. Pero no nos confundamos. No se trata de “intelectuales” de pipa y guante, o de morral y guarache –como se prefiera-, sino de hombres y mujeres del común, profesionistas y trabajadores de la cultura en todas sus manifestaciones que estén dispuestos a estudiar, a formarse y a dar testimonio de la fe, para dar razones de la esperanza, para dar la batalla en el terreno de las ideas en la construcción de la civilización del amor, ya sea en colegios, universidades, medios de comunicación, parroquias, oficinas y un largo etcétera sin más límite que la imaginación. Sexto. La riqueza de la Iglesia está en la multiplicidad de sus carismas. Entenderlos y promoverlos es nutrir a la comunidad de los bautizados, abrir canales de expresión, reflexión y acción. Como ya he señalado, esto significa un gran reto para nuestros pastores pues sólo ellos tienen la capacidad de unir la diversidad en su propia pluralidad. Séptimo. Entre los problemas vividos en los últimos tiempos está la confusa relación entre el magisterio y los laicos. Hemos escuchado “ad nauseam” críticas contra los obispos (sin dejar fuera a presbíteros, religiosos y religiosas) por parte de los laicos quienes en ocasiones no solamente hemos pretendido corregirlos en aquello que les es propio, sino incluso sustituirlos en su función pastoral. Resulta fácil acusarles de muchas cosas, señalar y criticar; pero ya es tiempo de darnos cuenta que los laicos tenemos la mayor parte de nuestras tareas por hacer y que es hora de tomar responsabilidades. Por eso me parece inaplazable propiciar y profundizar una intensa comunión entre laicos y pastores a todo nivel. Que ellos sepan que pueden confiar en nosotros; que nosotros estemos ciertos que podemos confiar en ellos. Los documentos del Concilio Vaticano II y los de la reunión de Aparecida son claros e inspiradores sobre la función del laico, del magisterio y sus relaciones, en torno a los carismas de cada quien. Las confusiones en verdad que me parecen gratuitas, más hijas de la soberbia que de la caridad. Octavo. La diversidad religiosa ha pasado a formar parte de la normalidad cultural de México. La Iglesia católica debe ser fiel al ministerio de San Pedro, quien fue llamado por Cristo a buscar la unidad de los cristianos sin avasallar a nadie, dialogando en la caridad. Por esto, es a la Iglesia a la que le toca fomentar el diálogo ecuménico y también el interreligioso para la defensa y promoción de la libertad religiosa y la dignidad humana. La Iglesia Católica ni debe ni puede hacer todo por sí sola, requiere del concurso de otras religiones y de otras confesiones cristianas. Lo que sí nos toca, por ministerio propio, es tomar todas las iniciativas necesarias para lograrlo siempre,insisto, dialogando en la caridad. Noveno. Formar, empezando con los miembros de la Iglesia, una nueva ciudadanía firme en sus valores, respetuosa de los derechos fundamentales, en compromiso con la vida, la justicia y la libertad, siempre pensando y construyendo desde el más débil. La construcción de esta cultura no puede conocer tibiezas de nuestra parte y debe realizarse en diálogo con todos los sectores de la sociedad, en donde el diálogo no es la dilución de la identidad sino su afirmación firme y respetuosa. Su realización incumbe a creyentes y no creyentes, hombres y mujeres de buena voluntad por lo que debe realizarse a través de un encuentro en la razón. Hoy más que nunca ser católico debe significar ser un ciudadano ejemplar. Problemas y dificultades Ser levadura, sal de la tierra, grano de mostaza, luz en el mundo, entablar un diálogo en la razón con todos los sectores sociales para construir un cultura centrada en la dignidad humana, una civilización del amor, no es tarea de una generación, es un proyecto de larga duración que, en lo inmediato enfrenta, a mi juicio, ciertas dificultades y problemas. Llamo la atención sobre los siguientes. El protagonismo y el divisionismo. Sólo en la medida en que entendamos, junto con San Pablo, que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo en la diversidad de sus carismas, en comunión de los distintos sectores de la Iglesia esto podrá superarse. El diálogo en la caridad no es solamente un método de encuentro, es ante todo un modo de ser Iglesia. La politización de la fe y su sociologización. Es importante tener siempre presente que la Iglesia no es un partido político, ni una opción política, ni una forma de militancia social, como tampoco un gran organismo no gubernamental. La Iglesia es una comunidad de creyentes que buscan a Dios. El moralismo puritano. Este es, en mi opinión, el gran veneno. La Iglesia está muy lejos de ser una comunidad de virtuosos. Somos, al decir de Chesterton, un hospital de pecadores en proceso de rehabilitación. El moralismo, esa forma moderna de puritanismo que considera como auténticos sólo a los miembros del grupo, a los que se conforman con cierta forma de “ver el mundo y actuar en él”, proviene de los extremos: por igual del ala liberal “de izquierda”, que de la misoneísta de “derecha”. En ambos casos se expresan como fundamentalismos muy poco racionales y acaban por ser lo mismo. En un ambiente moralista el diálogo en la caridad es insostenible. Afirmo lo que digo, en este ambiente es imposible ser Iglesia. Ya lo ha afirmado Benedicto XVI de manera contundente en más de una ocasión. Se empieza a ser cristiano no por la adhesión a una ideología, a unos principios éticos o morales; se es cristiano por el encuentro con la persona de Cristo. De Él es la Iglesia, no nuestra. El inmovilismo, el fatalismo o el conformismo, que son caras tres caras del mismo triángulo de la inacción. El catolicismo anónimo, vergonzante, patón o manipulador, incapaz de dar testimonio de la fe y razones de la esperanza, y que afecta sobre todo a los académicos e intelectuales. El catolicismo fundamentalista, gritón y discriminador, incapaz de dialogar a no ser con su propia imagen, tan dispuesto a condenar antes que a presentar argumentos. El sentimentalismo de la fe que amenaza sobre todo a la religiosidad popular. No son las congregaciones cristianas evangélicas con todo su caleidoscopio confesional, ni los protestantes históricos, ni los mormones, ni los testigos de Jehová, ni grupos por el estilo lo que amenaza a la Iglesia. Éstas son oportunidad de diálogo y colaboración. Si un católico se pasa a alguna congregación es porque no encontró algo que buscaba en la Iglesia. En todo caso ejerce su libertad. Cristo nos hizo una doble recomendación que solemos olvidar con mucha frecuencia. Nos mandó ser inocentes como palomas; pero también astutos como zorros. No podemos pecar de ingenuidad (de falta de genio, de inteligencia), si bien tenemos la obligación por la caridad de ser inocentes, es decir, de no dañar a nadie que en eso consiste la inocencia. Por eso no podemos dejar de ver que, quienes promueven la cultura utilitaria e individualista están proponiendo una agenda cultural compleja que incluye, entre otras cosas, la legalización de las drogas, el aborto, la eugenesia, la eutanasia, la experimentación con embriones, serias limitaciones y agresiones a la familia, el capitalismo salvaje, y todo en aras de una libertad entendida como el cumplimiento del deseo sin consecuencias ni responsabilidades. Toda vez que las religiones, en especial la cristiana, mantiene una posición opuesta, también pretenden como parte esencial de su agenda una fuerte limitación a la libertad religiosa o su eliminación de ser posible. Estos grupos, que como señalamos no coinciden con una identidad partidista específica, persiguen fines parciales muy claros y, en su conjunto y a pesar de sus contradicciones, articulan una propuesta cultural definida que va ganando terreno en la sociedad. No son sus proponentes ninguna clase de enemigos. La Iglesia no tiene enemigos a no ser el mismo Demonio. Son ciudadanos de carne y hueso, con sus virtudes y defectos, que ejercen su libertad y su derecho a proponer y llevar a cabo su proyecto. Nuestro compromiso no es contra nadie, sino a favor de una cultura centrada en el amor y la dignidad humana, no en la muerte. Así de sencillo. Por lo mismo es necesario insistir en la promoción del derecho a la libertad religiosa en su más generosa interpretación, acorde al derecho internacional, lo que pasa por consolidar el Estado laico, es decir, un Estado capaz de orientar su acción por esa laicidad propositiva de la que tanto ha hablado Benedicto XVI, en oposición al laicismo que ve en las religiones el enemigo a vencer, que entiende como una de las tareas fundamentales del Estado el ejercicio del poder contra las religiones. La promoción de la libertad religiosa es tarea necesaria y urgente. No obstante lo anterior, la verdadera amenaza contra la libertad religiosa no proviene del exterior de la Iglesia, sino que se encuentra en el corazón mismo de cada creyente. La cancelación de este derecho se hace realidad en el momento en el cual dentro del mismo creyente se acuna la idea de que limitar la propia libertad es un acto de inteligencia, cuando negar la propia fe se concibe como normal y necesario. Mucho más podría decirse sobre los retos culturales que los católicos enfrentamos en el México de nuestros días. Aquí he entregado tan sólo una serie de inquietudes más o menos organizadas con la intención de abrir un diálogo dentro de la Iglesia, en el espíritu de la CELAM de Aparecida y del Concilio Vaticano II, en comunión con este gran maestro que el Espíritu Santo nos regaló en Benedicto XVI, para orientar nuestra pensamiento y acción. Sobre los Caballeros de Colón en México Estoy cierto que los Caballeros de Colón tienen mucho que aportar a la construcción del tejido social de nuestro país, precisamente en estos momentos tan necesitados de fe y de esperanza, cuando la caridad se ha vuelto una urgencia frente a la violencia y la corrupción, ante la aparente entronización de la muerte. Los Caballeros de Colón se han convertido en el movimiento laical más grande de la Iglesia Católica Romana, justo ahora que el Concilio Vaticano II y los documentos de Aparecida nos invitan a todos los laicos a asumir un nuevo protagonismo en la construcción de la civilización del amor. La historia ha demostrado que el Padre Michael J. McGivney no sólo fue un sacerdote sensible a las necesidades de su gente y un excelente organizador, también que fue un profeta. La fundación de los Caballeros de Colón a finales del siglo XIX anunciaba nuevos tiempos en que los laicos tomarían sus responsabilidades como adultos dentro de comunión de los bautizados, una forma de ser Iglesia que poco a poco se fue abriendo paso a lo largo del siglo XX hasta canonizarse en el Concilio Vaticano II y consolidarse en los últimos lustros en numerosos movimientos a lo largo y ancho del planeta. Gracias a estos movimientos se ha hecho realidad de manera más tangible una Iglesia que promueve la diversidad de sus carismas invitándonos a tomar la responsabilidad que nos corresponde en la comunión de los bautizados, siempre en amoroso compromiso con nuestros pastores. Un reto para el cual los Caballeros de Colón parecen estar especialmente dispuestos por su carisma y capacidad de organización. La construcción de una nueva ciudadanía, que tanto urge a nuestro dolido México, parece estar en el “código genético” de los Caballeros según los principios y objetivos planteados por su fundador, esto es, organizar a los católicos dentro de la sociedad civil para aportar de manera significativa a la construcción de una sociedad democrática, incluyente y justa. No debe escapar a nuestra memoria la situación de exclusión y discriminación que sufrían los católicos en los Estados Unidos a finales del siglo XIX, de manera especial los de origen irlandés. Lejos de cualquier forma de resentimiento y revanchismo, propia de los movimientos contestatarios tan de moda en aquellos años, McGivney tomó la ruta del evangelio para, en la caridad, hacer de cada católico un buen ciudadano solidario con su comunidad. Hoy, en México, ante la ausencia de una auténtica sociedad civil debemos enfrentar el reto de integrar a los católicos con toda su originalidad profética a la transformación cristiana de nuestra sociedad, dando testimonio de la fe y razones de nuestra esperanza, construyendo una cultura centrada en la dignidad humana o, si se prefiere, en esa humanidad dignificada por el Verbo que se hizo carne. En la construcción de esta nueva ciudadanía, que es un modo de ser en la Iglesia, resulta de particular interés el fortalecimiento de los cuerpos intermedios de la sociedad, de manera especial la familia, la escuela, las organizaciones de ciudadanos, de profesionistas y, por supuesto, de la parroquia por ser ésta el eje de la vida de la Iglesia. En la renovación de la vida parroquial se presenta una oportunidad para los Caballeros de Colón pues, por su carisma fundacional, deben echar profundas raíces en sus propias comunidades. Esto es que, en más de un sentido, los KC pueden ser entendidos como una vasta red ciudadana de laicos católicos que responden de manera eficaz a las necesidades de sus comunidades inspirados por la fe. La parroquia se convierte, entonces, en el centro promotor de acciones comunitarias de la mayor trascendencia. Así, un buen católico deviene por su propia naturaleza en un buen ciudadano. La parroquia en México requiere de urgente atención, lo que no es un secreto para nadie. Tan sólo decimos lo que es obvio. En la parroquia se fortalece la familia, ahí se educa y se organiza la comunidad. En mi opinión, la flexibilidad de la organización de los KC les permite actuar con fuerza y eficacia ahí donde sea necesario, en comunión con sus pastores y parroquianos, con humildad y vocación de servicio. Una forma de actuar que el concilio Vaticano II y la reciente reunión de obispos latinoamericanos de Aparecida gustan en llamar “inculturación del evangelio”. Es decir, la acción por la cual el Verbo se sigue haciendo uno con nosotros, se encarna en nuestra vida cotidiana y nos transforma de manera natural en laicos misioneros, no porque todos debamos movernos en masa al continente africano, sino por nuestra capacidad de ser responsables con nuestra sociedad y con nosotros mismos desde la fe, haciendo carne nuestra esperanza. Bien lo han plasmado los Caballeros de Colón de México en su visión para el año 2031: “Celebremos el acontecimiento de los 500 años de la llegada de Santa María de Guadalupe como hombres de Iglesia en el corazón del mundo y ciudadanos del mundo en el corazón de la Iglesia…”. Versión para imprimir (pdf 58kB)